domingo, 18 de marzo de 2012

El arte de la queja.

    El enredo de la queja es interminable. A través de ella manifestamos nuestro desacuerdo o disconformidad ante lo que consideramos injusto o precario. La queja como tal puede ser vía de desahogo, pero insuficiente para proceder a la resolución de problemas.



    Una queja aislada procede de una respuesta puntual a un momento determinado, pero la queja repetitiva que va engordando a través de su enredo procede de la actitud reactiva interna, que tiene su origen en la petrificada conducta de reacciones ante un hecho que no encajamos. La queja crea ligadura y va creando un surco por el cual recorremos un sendero en el que justificamos nuestro malestar, asociado a un componente externo del cual no tenemos ningún control. Esa queja repetitiva adormece al sujeto, pues no ve más allá de los muros de la prisión que ha ido creando ladrillo a ladrillo.

    Inmerso en una burbuja compuesta por percepciones que no le permiten ver más allá de sus incontrolables actitudes, la persona no alcanza lograr cerrar ningún círculo, dejándolos abiertos y restringiéndole de alcanzar plenitud y bienestar interior.

    La queja compulsiva es estéril, confunde más que resuelve, enreda más que corrige. Es ilimitada, pues se retroalimenta constantemente y empaña la consciencia alejándola del entendimiento correcto y la visión clara. Las más valiosas energías operan a disposición de encontrar motivos para insuflar una queja. Ésta se convierte en moneda de cambio en el mercado de la disconformidad.

    La queja puede ser la alarma de que algo no es correcto o consecuente, pero si no va asociada de su corrección se torna en pensamiento incontrolado y lejos del dominio de la mente, pues ésta queda a la merced de una ofuscación que añade más conflicto al conflicto en sí.
    El hecho de cubrir un espacio en este mundo nos posibilita voz y voto, y servido de un razonamiento consciente, la queja obtiene un carácter constructivo. Libre de conflicto, la queja, puede arrojar luz hacia aquello que pueda ser mejorable, pero luego está esa otra queja que queda residual en el interior y que dispara un sentimiento de continua insatisfacción y una lucha con la no aceptación inevitable.

    A veces es difícil no caer en la queja. Vemos injusticias diariamente y falta de coherencia por doquier. Es tal la impotencia que sentimos que nos vemos obligados a alzar la voz. No queda otra. Pero el hábito de la queja puede quedar arraigado a condicionar el carácter. Una cosa es la reivindicación de derechos o la libertad como seres libres, y otra la reacción a disconformar con todo y hacer uso de la queja para un oportunismo libre. Todo ello es lícito de reclamo, al igual que todo lo cercano hacia los derechos humanos y al igual que la queja a todo aquello que nos aleje de la integridad que debe sentir cualquier persona.

    De lo que se trata en desarticular es la queja neurótica en la que muchas veces el ego herido se oculta y nos incita hasta oírnos quejar. Es queja mecánica la que no es instrumentalizada como trampolín para movilizarnos y tratar de aunar mejoras. Es la queja que nos sumerge en ñoños estados anímicos y en la que demandamos una exigente consideración por parte del resto. Es la queja que en un momento dado sirve para manipular o ser manipulados, pues de alguna manera se espera una respuesta que cubra las expectativas demandadas.

    Transcender la inclinación a la queja neurótica y victimista, es tomar las riendas de la responsabilidad de cada uno y comprender que nuestro lado más difícil no puede ser resuelto por nadie. Es asumir que o actualizamos nuestros puntos de vista o seguiremos encadenados a la reactiva queja que altera el estado de ánimo y empobrece cada instante vivido, pues éste se mantiene cubierto por la nube que ensombrece la circunstancia.

    Dicen que el ser humano es inconformista por naturaleza, y en parte es bueno siempre que nos acerque a mejorar todo aquello de lo que no estamos conformes. Si se vuelve obsesivo o crónico sólo se verá una cara de la moneda. Si no tenemos algo, nos quejamos; si lo tenemos, nos quejamos porque no es como queremos o no se ajusta a lo que esperábamos. La queja es un péndulo que oscila de un lado a otro. Transcenderlo es situarse en la parte alta del péndulo -en su parte inmóvil-, observantes, y viendo cómo va perdiendo fuerza a medida que no nos implicamos en su empuje. La aversión o rechazo pueden ser los detonantes del inicio de una queja, que insistiendo en que sea fundada en razonamientos y asociado a velar por uno mismo, carecerá de interpretación racional y en ese surgimiento de no-aceptación, se desencadenará todo un arsenal de mecanismos que se activan frente a ese rechazo iniciado.

    La queja neurótica y repetitiva debe dejar paso a otro modo de percibir y reaccionar. Entender que muchas veces son nuestras percepciones fundadas en miedos o estrechos puntos de vista, lo que no permiten vivir fluyendo en la aceptación. Esa aceptación no es resignación, sino un entendimiento más amplio del alcance de la mejora.

    Cuando hablamos de nuestro mundo interior o la larga senda de la realización, vemos que no hay cabida para la queja, porque su desgaste elimina el extra que se necesita para proceder al empleo de herramientas que nos empujen a la mejora anímica y emocional, además de la espiritual y mental.

    La manera de vencer la queja mecánica es proceder a enfriarla sin reacciones desmesuradas. Tratar de ver el vaso medio lleno en vez de medio vacío. Contrarrestarla con su opuestos, como la aceptación consciente, la ecuanimidad y el desarrollo de las mejoras dentro de un margen razonable. Evitar el embaucamiento de los demás a través de la inclinación de la queja verbal; evitar ser embaucados a posicionarnos ante quejas de los otros. Evitar reacciones desmesuradas de rechazo ante lo inevitable y tratar de hacer de la queja un motor de movilización que permita desplegar una maniobra de mejora.

    En definitiva, hagamos por ocuparnos en vez de preocuparnos. Hagamos -si la situación lo requiere- por alzar la premisa de nuestras reivindicaciones sin estirarlo hasta convertirlo en esa queja de inercia que no hace más que rodar y rodar convirtiéndose en una gran bola de nieve.

Pongamos todos los medios para evolucionar y tratar de coger y soltar a cada momento, dándole su propio peso específico y no sacrificando nuestro potencial en rumiar el inconformismo que nos envuelve.

domingo, 26 de febrero de 2012

El valor.

    Vivimos en un mundo donde muchas veces se confunden los términos. Externalizados en aparentar, vemos en nuestras acciones o conocimientos la manera de hacer visible nuestro valor, inmersos en todo momento en un angosto espacio donde poder expresarnos.
    Sujetos a un yo social, tratamos en todo momento de no pasar desapercibidos, y argumentar pues, nuestro posicionamiento en la sociedad. El valor es algo que está muy supeditado a un baremo de quien lo proyecte. Si colocamos un Ferrari en mitad del desierto, su valor quedará reducido a la necesidad que en ese contexto se pueda desarrollar. Si le preguntáramos al desierto, éste nos diría que puede estar sin él, que nunca le necesitó; pero sí en cambio, alguien perdido por las dunas lo encontrara y le salvara, tendría un gran valor. Las cosas intrínsecamente vienen vacías de valor a la espera de que nosotros se lo depositemos. También será nuestra capacidad de valorar lo que termine por adjudicar dicho valor.
    En el campo de las personas, el escaparate social ya habla por nosotros. Sobre él vertimos toda serie de ropajes y vestimentas para agradar en todo momento a quien decida asomarse. Al final, quedamos atrapados sobre el edulcorado que vamos vertiendo y terminándonos por identificar en aquello que creemos que habla por nosotros.
    Mientras que nos perdemos en el escaparate, dejamos de lado el interior de la tienda. Pocos son lo que se asoman a los recovecos internos prendidos por la atracción que despierta el escaparate público. Pocos aún los que deciden dar media vuelta para escudriñar todo aquello que no es visible.
    Ante esa premisa, el campo de la autenticidad queda doblegado, pues los maniquís -como en la vida real- tan solo realizan una pose. Se les cambian los ropajes, el entorno, el decorado, pero por dentro se mantiene una postura de rigidez. La vida pasa ante él sin la menor intención de ajustarse a la dinámica, pues envuelto en una esfera visual hacia los demás, se mantiene seguro y exento.

     Siguiendo la misma similitud, podríamos decir que una persona identificada completamente con su yo social (que no decimos que no se pueda/deba participar en la sociedad, sino su identificación ciega) queda refugiado ante el cristal del escaparate que sería su personalidad. Si alguien quiebra esa personalidad se vería desprotegido hacia el resto, pues por sí mismo no ha obtenido los recursos suficientes para manejarse con una realidad alejada de la personalista.
    Tanto se ha mantenido en su postura ante los que le observaban que se siente incapaz de dar un paso por sí mismo. Entonces toma consciencia de que lo que creía que le protegía era algo fácil de quebrar. Que su entorno que consideraba estático es modificado a la mínima. Que lo que le embellecía ahora no le sirve para salvaguardarle. Se quiere proteger y no sabe cómo. Entonces cae en la cuenta de que algo no ha explorado, intuye que hay una zona que no ha recorrido. Si mira hacia el frente ve más de lo mismo. Entonces gira hacia dentro y ve que más allá del escaparate se esconde algo que también le pertenece. De hecho, de allí provenían los ropajes y las confecciones, pero siempre mirando hacia fuera no captaba esos orígenes.

    Traspasa el escaparate y se asoma hacia una oscuridad que resalta ante la fuerte luz que antes presenciaba, pero era una luz artificial, programada. Mirar hacia dentro despierta curiosidad y dudas, pero también un fuerte temor. Todo tipo de contradicciones y ambivalencias se despiertan en la persona, pero ese tipo de curiosidad despierta movimiento en el maniquí estático. Empieza a saborear cierta libertad, pues de alguna manera comienza a moverse por su propia decisión. Nadie le indica cómo hacerlo, qué pose utilizar para atraer las miradas de los demás. Comprende que eso le agotaba, no era su verdadera naturaleza, aunque tratara constantemente de autocreérselo por su actitud escaparatista.
    Una vez va pasando, la luz que le cegaba no le permite ver lo que la aparente oscuridad guarda. De hecho quiere retroceder y volver a lo que le alumbraba, pero entiende que si retrocede el miedo se irá haciendo más grande. Ahora no hay vuelta atrás. El maniquí comienza a descubrir algo que antes se mantenía solapado. Comienza a sentir y sentirse, percibir y percibirse. Ahora ya no centra toda su atención en la contestación de miradas, ahora lo puede repartir en lo más cercano a sí mismo y empezar a experimentar una naturaleza real lejos de la rigidez que antes le consolidaba.
    Sigue dando pasos hacia dentro, sigue curioseando aquello que mantuvo al margen. Ahora no importa si los demás miran o no; él va directo a un encuentro con una realidad más intima. La oscuridad de la tienda también lleva una gran carga de silencio. Siente que sus ojos descansan de esa luz cegadora y descubre que ese silencio le reporta bienestar e integración. Descansa de una manera total, tampoco tiene el porqué emularlo. Comienza a chocarse con muchos objetos, de hecho le causa un gran dolor. Muchos son repetidos y evitan una aparente avance dentro de la oscuridad, pero cada vez más, sus ojos comienzan a acostumbrarse a dicha luz. Comienza a denotar que, inmerso en la oscuridad, empieza a apreciar distintas figuras estáticas como la que puede ser él. Intuye que son sus reemplazos -sus distintos yoes-, que en latencia se mantienen ocultos. Sigue tropezándose, pero cada vez más se adelanta a los objetos y el golpe no es tan duro. Se acerca a una zona donde se encuentran diferentes telas, distintos tipos de vestidos. Comienza a sentirlos y comprueba que aunque muchos no son de su agrado, se ha sentido en múltiples ocasiones obligado a ponérselos. Siente cierta pena pero lo acepta como algo que en su momento tuvo que ser así.
    Sigue aproximándose más y más hacia el fondo. Ahora no se oye absolutamente nada. De hecho ha perdido la luz que antes le cegaba, ha quedado a lo lejos. Sus ojos cada vez están más habituados y le permite tener cierta referencia de por dónde está andando. El silencio le permite escuchar algo que estaba solapado. El propio latir de su corazón. Su propia respiración. Era algo tan cercano pero que le pasaba completamente inadvertido.
    Ahora se siente integrado. Afincado en sí mismo. Ha profundizado en sus adentros con sus propios pies. El camino estaba hecho, sólo tenía que abrir una puerta y acceder. Enfrentar el temor de lo desconocido y traspasar la oscuridad que le embargaba.

    Ahora es cuestión de buscar un interruptor. Tantea todo lo que puede, y descubre que lo tiene más cerca de lo que pensaba, tan sólo era cuestión de atinar. Lo alcanza y lo enciende, pero de súbito se funde la bombilla. En ese instante ha tenido un destello de ese interior alumbrado. Por un instante ha sido capaz de vislumbrar otro tipo de visión más amplio y reconociendo todos los objetos que coexisten en la habitación.
    Vuelve a estar en la oscuridad, pero al menos tiene cierta esperanza. Ese atisbo le da otro tipo de comprensión y ya al menos sabe que, en cuanto hay luz, no puede haber oscuridad. Es cuestión de seguir rastreando, buscando. A veces confunde las cosas, los términos. Da por real un interruptor que no lo es. A veces queda aturdido porque ha llegado a perder el camino de origen. La angustia y la zozobra asoman, y despavorido no sabe dónde dirigirse. Es momento de parar -se dice a sí mismo-.         Queda inmóvil, pero no es esa quietud ficticia, sino la que permite el sosiego y la claridad -incluso en las sombras-. En ese parar comienza a tomar consciencia, a esclarecer todo lo que le ha llevado ahí. Comienza a buscar, pero ni tan siquiera entre la oscuridad, entre los objetos, sino en él mismo. Se palpa y más que nunca se le acelera el corazón. La respiración se agita y da con aquello que siempre le perteneció pero nunca percibió. Consigue de
uno de sus bolsillos una linterna. Ahora es él quién la enciende. Ahora descubre que había hecho todo ese recorrido con la luz a cuestas, pero también le permite valorar el aprendizaje extraído. Ahora enciende dicha luz y más aún, dirige hacia lo que quiere ver. Es una luz dirigida por la consciencia que le permite detectar los obstáculos en su camino.
    Ahora descubre que todo lo que cubría el manto de la oscuridad queda visible hacia sus ojos, y que es de un gran valor. Un valor que siempre ha estado ahí, a la espera. Ahora ya ha reconocido todo el lugar. Observa a su antojo y decide por dónde transitarlo. Ahora es libre, primero porque se mueve espontáneamente; segundo, porque alumbra intencionadamente. Ya ha comprobado lo que le aguardaba, lo que se mantenía oculto. Ha descubierto que la falta de luz le ha obligado a agotar recursos hasta encontrar su propia luz interior. Ahora puede volver hacia fuera, porque es distinto, porque sabe que en cualquier momento podrá volver a dentro. Porque sabe dónde se oculta otro tipo de realidad.
    Ha tenido que, por momentos, desprenderse de su pose, de su papel.
    Ahora no le importa volver a él, porque en el fondo sabe que es mucho más que eso.


domingo, 5 de febrero de 2012

La opinión de los demás.

    ¿Quién no ha tenido la inclinación de saber qué opinan los demás de él? Todos hemos caído en la tentativa de escarbar en los juicios que despertamos en los otros. ¨Según sean las opiniones, así nos sentiremos ¨, y ante esta premisa, las personas vivimos para un yo de escaparate y damos la espalda a un yo más esencial o real.
    Es muy difícil no caer en la red de las opiniones ajenas, pues de algún modo nos sirve para ver el reflejo de nosotros mismos, que por contra, no sabemos encontrar sin la necesidad de la opinión externa. En una sociedad donde los prejuicios nos envuelven con tanta fuerza, es muy inusual quedar excluido del alcance de una opinión procedente de fuentes exteriores.

                                                         
    Ante este amasijo de juicios de valor, moralidad convencional y clichés socioculturales, el sujeto acaba dándose de bruces ante el muro de lo idóneo, pues ciertamente no sabe cómo acertar sin que le salpiqué la daga de la crítica. Dependerá de la naturaleza de la persona el que encaje bien una crítica o no; también dependerá de hasta qué punto es o no constructiva. Hay personas que en seguida se vienen abajo, otras, les produce indiferencia, y en otras, les despierta un afán de mejora.
    Como cada persona que recibe una opinión es un mundo, también lo será quién lo lance. A veces se produce el fenómeno de la proyección, y ante diferentes personas o hechos, tan sólo proyectamos lo que más nos disgusta de nosotros mismos o lo que realmente tememos que nos suceda. Es muy difícil ver las cosas tal y como son sin que se inmiscuyan los miedos, inseguridades y la autoafirmación del ego, siempre presto a enredar con sus constantes opiniones. El ego juega un papel crucial, pues en última instancia es una lucha de egos y no una comunicación de seres. El ego sobrevive a través de sus afirmaciones y se ve en la tesitura de defender aquello en lo que se ha posicionado, aunque a veces no sea lo que realmente cree, pero que sin embargo, le permite sobrevivir a base de cargas de razón ante los demás. En otras, el ego, se sumerge en la desesperanza, pues no entiende cómo es blanco fácil de todas las dianas. Observa que aún no habiendo tenido intención alguna, toda crítica cae en él como la más torrenciales de las lluvias.
    Locutor e interlocutor; padres e hijos; jefes y empleados; todas las personas interactuamos en un cruce continuo de opiniones hacia el resto. Habría que analizar no el hecho en sí, sino la dependencia a criticar constantemente o la inclinación a saber reiteradamente qué imagen tienen los demás de nosotros. También habría que valorar hasta qué punto nos afecta las opiniones más malévolas, y hasta qué punto nos enaltecen los reconocimientos.

    Recibimos una crítica negativa y todo se torna con un manto de malestar. No encontramos sentido y no nos sentimos gratos a entablar una comunicación con el resto, pues observamos que no encajamos en los ideales ajenos. Recibimos un reconocimiento y surge una nueva dimensión de alegría, nos sentimos dichosos, todo retoma un color más vivo, todo vuelve a vibrar.
    Así nos convertimos en péndulos oscilantes de un lado a otro, yendo de acá para allá según nos dirijan con las opiniones y obviando que, si nos elevamos conscientemente,podremos alcanzar el punto del péndulo donde nada se agita. Pero para ello hay que escalar las cumbres de la mecanicidad, subir por la ladera de un autoconocimiento que no permita una opinión que no haya filtrado por el discernimiento discriminativo. De ese modo el sujeto ahondará más y más en las profundidades de su ser, dejando al margen lo que proviene del exterior (siempre y cuando no sea constructivo) y hallará en sí mismo el claro reflejo de lo que es.
    La persona ya no dependerá tanto de las opiniones externas para crear la suya. También ira desengañándose de las suyas internas, porque nada hay peor que los autoengaños que nos formamos, dándonos por arrogar cualidades de las que carecemos o sumando criterios erróneos que no nos pertenecen.
    También influirá la educación, el entorno, etc. Si hemos tenido unos padres que nos juzgaban duramente puede que seamos más vulnerables a las críticas. También debemos quitarnos la creencia ciega de que tenemos que encajar en los patrones de los demás y vivir los sueños de los otros. Hay mucha manipulación tras ello, pues la crítica constante no es más que el arma para provocar un cambio de actitud en la persona para que se ajuste más a nuestros criterios o intereses.  Una persona no aceptada es como una amenaza, y si además piensa por sí misma, se convierte en el mayor de los enemigos. Si además no da valor a lo que digan de él (insistiendo siempre en escuchar y sacar algo concreto) la persona estará cortando los hilos invisibles que muchas otras les encaja para manejar y tener la sensación de tenerlo todo controlado, incluso la vida de ciertas personas.
    La empatía y el tacto debe prevalecer, pues aun diciendo algo por el bien de alguien, éste debe recibirlo como lo que es: una ayuda.
   Las opiniones siempre estarán ahí; hagamos por no perder el tiempo en opinar y meternos constantemente en la vida de los demás, y mucho menos en alimentar lo que pueden decir de nosotros. Traspasemos ese umbral de consciencia y dejemos abajo el barrizal de las críticas y desconsideraciones.
    Bastante tenemos con nuestras vidas como para preocuparnos por la de los demás. Bastante con mejorarnos como para ajustarnos a los criterios de los otros. Realmente esforcémonos en conocernos, en asumir nuestros errores y aprender de los mismos, en hacer de la vida un propósito y no un despropósito, y sobre todo en comprender que somos muchos seres humanos utilizando un espacio en este planeta. Busquemos la tolerancia dentro de la que desarrollemos con nosotros mismos, pongamos límites con las personas injustas o aviesas. No nos incrustemos y hagamos de la evolución consciente un avance.
    Buda decía: ¨ Ellos me insultan pero yo no recibo el insulto ¨. Cargar con todo lo que oigamos es dar más importancia a la apariencia que a la esencia, y ahí es donde el buscador pone todos los medios a su alcance para eliminar el velo de las apariencias -con la que tanto se choca- y acceder a otro tipo de vivencia más rica y provechosa.

                                     
    La persona que busca en sí mismo el conocimiento último, entiende que será blanco fácil para llenar la boca de los que gustan de la crítica, pero inteligentemente aúna sus energías para no dejarse anclar en los enredos de sentirse constantemente considerado, y proseguir su marcha aun no entrando en el papel de ningún juego determinado.

domingo, 15 de enero de 2012

El sentimiento de culpa.

    Todos hemos sentido alguna vez ese juez interior que implacablemente dictaba sentencia.
    En ese momento la sensación de malestar nos invade, pues sentimos que no vamos acorde en pensamiento, palabra o actos, de nuestro patrón fijo determinado. La culpa cae ante nosotros quedándose fijamente adherida y embarrando cualquier situación que se presente.

         
    Nada tiene sentido de disfrute experimentado culpa, pues ésta tratará de interponerse, para con su presencia, recordarnos que su ausencia no será producida por el mero hecho del arrepentimiento. La culpa gana poder desde el inconsciente, pues en muchos casos es de donde emergen estos sentimientos.
    La culpa se impone en nosotros como la más adosada de las pieles, y se le añade la sensación de malestar y arrepentimiento que, mediante el canal del pensamiento, nos mortifica con su incesante condena. El enredo comienza al racionalizar -y no razonar- las justificaciones que provoquen remitir la magnitud del suceso.

    El sentimiento de culpa puede ser más duradero que una condena carcelaria, pues ésta nos hace prisioneros de la más difícil y deseadas de las libertades: la interior. La culpa tiñe toda atmósfera vivencial. Se llega a incorporar nada más despertar por la mañana, e incluso su impulso sigue interfiriendo a través de las imágenes oníricas que se producen en los sueños.
    La persona vive doblada con el peso de la culpa. Su carga cada vez se puede hacer más pesada e incluso acabar siendo incorporada a la rutina mental, ya que como un ruido de fondo, se mantiene a un lado de los procesos mentales. Su disolución puede ser provocada por el remiendo oportuno, por indiferencia, o por su propio desgaste.
Dependerá del grado de importancia que aportemos al sentimiento de culpa, y hasta qué punto el acto, palabra o pensamiento, llegan a tener un peso suficiente para provocar daños de inmensas magnitudes o resultados irreparables.

    La ecuanimidad, seguida de la reflexión lúcida y consciente, se convierten en herramientas para chequear el origen de la culpa, pues ésta a veces se camufla como una parte ya instalada de nosotros mismos. El sentimiento de culpa puede tener origen en creencias impuestas, ideales hacia nosotros, relaciones basadas en proyectar culpa para ser manipulados, o darnos cuenta también que hemos sido nosotros los que hemos manipulado. Otras, tienen un carácter más leve, como saltarse la dieta, no ir al gimnasio... Pero en cada uno de los casos, la sensación se basa en que nos hemos traicionado a nosotros mismos. Otras, podemos ser nosotros los que proyectemos culpa en los demás, pues nos permite en muchos casos prescindir de ciertas responsabilidades y acoplárselas a otros, saliendo airosos de una circunstancia.

    La culpa o arrepentimiento, produce una autoflagelación invisible hacia los demás. La consciencia se empaña y no ve más que la neblina de su sentimiento. La persona puede anhelar retroceder en el tiempo, pero empujado por el curso de la vida, siente que no queda otra alternativa que mirar hacia el frente.


    La culpa que no es instrumentalizada para reconocer el error y ejercitar el aprendizaje, sólo consigue robar paz y sosiego, pues solapado por la misma, estos estados no llegan a eclosionar en el sujeto. Las capas de culpa oscurecen cualquier florecimiento interior. Su fuerza compulsiva se va alimentando a medida que rumiamos con pensamientos repetitivos. Al no llegar a ser enfriado por la lucidez y la compasión hacia nosotros mismos, la culpa puede ir depositándose en el inconsciente, y en estado de letargo, esperar su activación a la mínima reacción que le despierte de su dormidera.
    Una culpa mal digerida se transforma en basura emocional y se convierte en un lastre que impide avanzar en la circunstancia vital.

    Una persona puede proyectar penitencias futuras que colmen la culpa interior. Otras veces se deja en manos de las casualidades, la señal o anticipo que afirme nuestra absolución, dejando la respuesta a calmar nuestro desasosiego en golpes de coincidencia que nos sirvan de orientación en la oscura inmensidad de la culpabilización.

    El sentimiento de culpa desgarra la paz interna, obnubila la consciencia y uno queda atrapado en la proyección de repercusiones anticipadas.
    El ser se sumerge y a veces queda cubierto por la presencia del ego. Éste se protege mediante autoengaños y justificaciones de todo tipo, quedándose respaldado en sus opiniones y protegido por sus afirmaciones.
    Sólo el anhelo de desinstalar la culpa nos puede hacer escarbar en nosotros mismos. Eso significa que iríamos profundizando hasta alcanzar el origen que promueve la culpa (siempre hablando de daños menores y sobre todo profundizando en el remordimiento; obviando los actos impunes o crueles, y menos aún, perversos), y descubriríamos el arsenal de miedos e inseguridades que hilan la culpa.

    La culpa en sí no es provechosa y desgasta la energía sin ningún fin en concreto que el de la autocompasión y la fricción con nosotros mismos. Sólo tiene sentido cuando se alquimiza con la firme resolución de querer modificar la actitud y las acciones en cuanto la vida nos vuelva a presentar la oportunidad de una repetida situación y, la afrontemos con consciencia resolutiva.

    Por no aceptar nuestros fallos evitamos que nos culpen; por no entender que los demás cometen fallos, buscamos culpables.

                                               
    El buscador comprende que la culpa desprende un hilo que, si lo sigue, le transporta hacia dentro. Trata de observar para no identificarse con ese proceso, entendiendo que sólo es una pequeña piedra dentro de un zapato y que a cada paso se manifiesta su molestia. Trata de analizar sus puntos de vista, inseguridades, miedos infundados y todo ese manantial de memorias instaladas que despiertan la incomodidad de la culpa. Trata de entender que el hecho de permanecer en este planeta va a distar de diversos intereses con el resto de personas y, que no por ello debe dejar de velar por los suyos, pero eso sí, tratando de no dañar a los demás. Comprende en su senda, que a medida que su personalidad se va desetiquetando, no hay lugar para culpas y reproches hacia uno, pues desarrollando la atención y la idoneidad, irá cubriendo sus circunstancias sin caer en negligencias y eligiendo con cordura, respuestas más conscientes y sabias.

domingo, 20 de noviembre de 2011

La Paciencia.

    Considerada por la mayoría de los sabios como la más dura de las ascesis, es sin duda, una de las virtudes más difíciles a desarrollar.
    La paciencia irrumpe en la persona para apaciguar los ánimos a la espera, por ejemplo, de un resultado. La paciencia proviene de una actitud de equilibrio, en el cual, le permite ser catapultada y así desplegar su potencial más oculto.


    Las vivencias no son igualmente vividas sin paciencia, pues en su ausencia hay un afán impulsivo de querer adelantar los acontecimientos. La falta de paciencia es agitación, desasosiego y una actitud de no aceptación sobre el curso natural de los hechos. Ante la falta de paciencia se procede mecánicamente y sin la posibilidad de ser consciente, pues el marco de acción queda reducido y su falta de espacio no permite disfrutar el transcurso de una situación.
    Nada bello puede surgir de la impaciencia, pues de manera externa todo lo que se realiza en base a ella deja la duda de poder ser corregible, y de manera interna, la persona experimenta una externalización que le impide proceder en consecuencia sin analizar los posibles puntos de vista que, en cambio, sintonizado con la paciencia, estos puntos son más visibles y permiten detectar su demarcación.

    La paciencia puede ser en algunas personas innatas, y en otras, deberá ser ganada. Quien nace con ello vislumbrará destellos contemplativos sin proponérselo y encontrará su ángulo de quietud aun en las situaciones más extremas. Quien no dispone de esa virtud, deberá identificar las situaciones que disparan su impaciencia para tratar de aplacarla con la genial ecuanimidad. Ésta anestesiará la agitación que produce la impaciencia y el sujeto observará cómo cambia su visión, ya que al estar esclarecida como las aguas calmas de un lago, permitirá ver reflejada la realidad tal cual es, sin la distorsión que producen las ondas de la tribulación. Los frutos que produce la paciencia internamente son: sosiego, claridad de mente, pensamiento correcto, visión de transitoriedad de todo lo fenoménico y una ubicación en el propio eje de quietud. De manera externa: acción más diestra, analítica asemejada a la realidad tal cual es y fluidez asociada a la naturaleza de lo acontecido.


    Todo recorrido requiere paciencia, todo florecimiento necesita un espacio de tiempo donde desarrollarse. La paciencia a veces es ardua, árida..., pero sus frutos son selectos, regidos a un orden de sincronización con la dinámica existente.
    Impacientarse es desarrollar la desesperación frente a la inaceptabilidad de lo procesable. El querer buscar atajos a cualquier situación o circunstancia dada, es caer en la necedad de sentirnos excluidos de la naturaleza de las cosas no viéndolas como son, y perdiendo el carácter relevante de la espera consciente.

    La paciencia no es dejadez o resignación fatalista; es comprensión y entendimiento de que si se puede agilizar algo se hará, pero si no,  nos rendiremos sin resistencias inútiles ante el margen necesitado y no haremos de nuestra impaciencia una ilusión de naturaleza intrínseca que pueda resolver por sí misma el desacelerado ritmo que sentimos desajustado. La paciencia embellece a la persona, pues adquiere un rasgo categorizado de Sabiduría. Envuelto en un halo de paciencia, la persona ejecuta sus acciones, palabras y pensamientos, filtrándolo por el colador del entendimiento correcto y la aceptación consciente.

   La impaciencia acartona, enfurruña, se proyecta una agitación que proviene de lo más interno, se instala un mecanismo de conducta que nace de las creencias erróneas de cómo deben ser las cosas. Esa sensación fricciona y produce malestar y una exclusión temporal de la circunstancia vital presentada. Una vez pasa la impaciencia, el sujeto deja de estar enemistado con su entorno para conectar de nuevo con la sucesión cambiante de los hechos. La impaciencia contrae, deriva a emociones insanas como la ira, impotencia, indignación..., ante lo que lo provoca, como la intolerancia, rechazo, resentimiento y animadversión, entre otras.

    Para el arte, la creatividad, la relación con los otros seres, el trabajo y conocimiento de uno... Para todo ello se requiere paciencia. La paciencia es la disponibilidad de un entendimiento correcto que impera ante el afán de ir más allá que el propio ritmo marcado en la dinámica envolvente. Es un bálsamo ante el frenético ritmo de vida que a veces desarrollamos, pues de alguna manera cubre la pulsión inconsciente de desarrollar una acción agitada y torpe, lejos de la consciente y diestra. Ser paciente produce menos aversión, menos reacción anómala ante estímulos externos e internos, y se gana margen al núcleo de quietud del que todos disponemos y que, por identificación a los sucesos cambiantes y su falta de observación, solapan su ubicación en lo más recóndito de uno.

    La paciencia debe servir para el deleite de quien accede a ella y pueda alcanzar a quienes les rodea. No debe servir para la conveniencia de los demás y su posterior reproche por falta de la misma en circunstancias que se alejan de nuestros intereses. La persona que trabaje en la paciencia deberá darle el uso debido y no derrocharla en fines alejados de la realización personal. Decidirá cuándo o no disponer de ella, sobre todo a ojos de los demás, ya que incluso en posicionamientos de firmeza deberá hacerlo con actitud paciente y arreactiva. De ese modo la paciencia no se torna moneda de cambio ni de exigencias impositorias.
    No entender la paciencia es caer en colorearla de desistimiento o actitud negligente, perdiendo su fragancia balsámica que se esparce desde el centro de la serenidad. Su ausencia es irritabilidad que desencadena en todo tipo de enfados, cambios de humores y una escéptica visión panorámica del hecho, pues se acaba en la creencia condicionada de que todo confabula invisiblemente hacia nosotros.


 ANTÍDOTOS CONTRA LA IMPACIENCIA  


    - Detectar la agitación interna y observar como igual que ha surgido se desvanece.
    - No ver la paciencia como una espera asfixiante, sino como una manera de retirar nuestra implicación emocional, para así no malgastarlas en inútiles resistencias y aplicar la aceptación de LO-QUE-ES, sabiendo de antemano que hemos hecho lo mejor posible en cada momento y circunstancia.
    - Chequear el origen de la impaciencia para detectar, en muchos casos, el desasosiego que almacenamos y que se refleja con actitud impacientada.
    - A nivel externo, comprender que todo pasa y transita, incluso nuestra impaciencia; a nivel interno, entender que somos procesos en continuo cambio e impermanencia.
    - Aderezar con humor muchas situaciones tratando de no dramatizar, y así, ir enfriando la irritabilidad.
    - La práctica de la meditación para observar los procesos psicofísicos y observar su naturaleza.
    - La práctica, incluso dentro de la acción, de contemplar la envoltura externa en la que estamos inmersos y crear un puesto de observador que se aleje de los afanes y permita la observancia de los sucesos tal y como son.
    - Entender que por más que se tire de la planta, ésta no crece antes.
    - Una vez pasada la impaciencia, observarla como una nube que nos ha tomado pero que no nos ha llevado a ninguna parte.
    - Comprender que por un lado van nuestros deseos, ideas y creencias; y por otro, la vida.
    - No hacer de la impaciencia un argumento para justificar extorsiones o manipulaciones frente a los demás.
    - No hacer de la paciencia una virtud manoseada por los demás, y que justifique el aprovechamiento consciente o inconsciente por parte de personas que no les dan valor a tan valiosísima perla.
    - No hacer de la paciencia una justificación para no poner los medios en la resoluciones, y caer en autoengaños que nos convenzan de que es aceptable ir a la deriva.


FRASES PARA REFLEXIONAR PACIENTEMENTE.



¨ Disciplinaos en calma, pues el discípulo que ha conseguido la serenidad ve las cosas como son.¨
                                                                                                                                        Buda.

¨ Al corazón no protegido por la atención debe verdaderamente considerársele del todo indefenso. Se asemeja a un ciego que camina sin guía por un terreno escabroso.¨
                                                                                                                                     Asvaghosa.

¨Si uno quiere moverse y hablar, debe primero considerarlo en la mente y luego actuar con habilidad y energía; pero cuando se note que la mente está siendo influenciada por el apego o la aversión, no debe uno actuar ni hablar.¨
                                                                                                                     Texto de: Anguttara Nikaya.

¨Cuando la persona prudente, bien afincada en la virtud, desarrolla consciencia y comprensión, entonces, como persona ardiente y sagaz, consigue desenredarse de la atadura.¨
                                                                                                                                               Buda.

¨Uno no se someterá al dominio de la mente, sino que ejercerá dominio sobre la mente. Si se domina la mente   se dominan todas las cosas.¨
                                                                                                                          Texto Arya-Rarnamegha

¨Apresurémonos lentamente.¨
                                                                                                                                                  Tilopa.



    El buscador se ha topado con una gema difícil de tallar. Su ansia de búsqueda se cruza con la Sabiduría de la paciencia, siendo ésta quien la frene para armonizar y equilibrar sus mejores energías. Una y otra vez perderá la paciencia, dándose de bruces con la naturaleza que posibilita la sostenibilidad de todo lo manifestado. Ese golpe le mandará de nuevo al punto de partida, pero algo habrá cambiado en él, siempre y cuando instrumentalice el error de impacientarse y lo emplee para ganar consciencia de la inutilidad de su actitud.
    A medida que gana paciencia va obteniendo sus frutos, pues estos son dulces a diferencia de la amarga espera. Observa que ha conectado con el ritmo cósmico que todo lo alcanza, para así ir de la mano y no desfallecer en la senda que se ha propuesto recorrer.



     

martes, 1 de noviembre de 2011

La actitud del líder.



   A lo largo de la historia de la humanidad siempre se ha reconocido la necesidad de pertenecer o convivir en un sistema grupal. A partir de ahí,  se derivan posiciones y grados dentro de ese orden jerárquico, que siempre eran medidos por el que más fuerte fuese de todos los demás. Esa fortaleza le posibilitaba a la persona que lideraba un grupo a  imponer sus normas al resto, y los demás debían acatarlas. Así ha perdurado la humanidad, en una escala de fortaleza donde la ley era la del más fuerte.
    Los tiempos han cambiado. Ahora la fortaleza no sólo es medida por la que proviene de la capacidad física, sino por muchas más cualidades que deben estar integradas en la persona que se desenvuelve en el liderazgo de personas. Ahora la supervivencia no se basa en la lucha a vida o muerte, ya no se necesitan ese tipo de destrezas. Ahora sobrevivir es salir a flote del cúmulo de situaciones que se van presentando incesantemente.
    Cabría preguntarse qué es un líder. Diríamos que es la persona que se encarga de llevar a un equipo, grupo de personas, etc, no a lo más alto, sino a dar lo mejor de sí mismos. Esto conlleva a que el primer grado de liderazgo comienza en liderarse a uno mismo. Para ello hay que entender que un líder representa un status, pero no es un status, sino un complejo cuerpo/mente en el que se conglomera una serie de factores que le configuran. La principal función del líder es reservar un espacio para auto observarse, porque de él emanarán una serie de decisiones que afectarán a muchas personas.
    Vamos a analizar diversos puntos para resumir los distintos factores que pueden afectar el liderazgo. Vamos a hacer hincapié en las actitudes, pues al fin y al cabo, a diferencia de la fuerza que antes prevalecía, ahora es la mejor arma para ser reconocido como líder dentro de un entramado grupal.



    Liderarse a sí mismo.

    Vivimos tan externalizados que nos cuesta tomar un tiempo para nosotros mismos. Aunque decidamos detener el cuerpo, nuestra mente sigue enredada en pasado y futuros que en la mayoría de los casos desgastan nuestras más valiosas energías. ¿Cómo puede pretender una persona liderar un equipo si no se lidera a uno mismo? Sería como tratar de tapar la boca de un volcán. Tarde o temprano éste estalla y verte su lava en los demás. Liderarse no es implantarse correctores o autoexigencias. Es chequear nuestros estados anímicos, entre otros, y tratar de relacionarnos con ellos sin que obstaculicen la comunicación con los demás. Liderarse es no estar a la deriva de las corrientes externas y saber encontrar un equilibrio en medio de las eventualidades. Amigar con uno mismo es reconocer sus limitaciones y evitar imponer sus criterios, sino concienciar de la validez de los mismos. El líder se maneja con la frustración y lo enfría tratando de no engordarlo con pensamientos repetitivos. Evita que sea un detonante para reprochar o hacer oportunismo del mismo. Halla consuelo en su libertad de conciencia, chequeando que haya dado lo máximo que podía dar y entendiendo que no por ello los resultados están a la vuelta de la esquina. Trata internamente de mantener la alerta en sus pensamientos, palabras y obras. Evita la preocupación y canaliza más la acción. Observa como todo surge y se desvanece y a medida que lidera va captando enigmas vivenciales. Aparta el ego inmaduro por el resolutivo. Se quiere pero no se idolatra. Sabe que ha ganado ese puesto por su esfuerzo, no por orden divina. Entiende que es humano, sabe poner limitaciones y dosifica sus energías en la diferenciación de lo que es urgente de lo importante, porque a veces lo importante no es urgente y viceversa. No aparenta más de lo que es. No trata de justificar su valía ante los demás. Instrumentaliza su puesto como una vía de desarrollo y aprendizaje, y dándose la oportunidad de hacer crecer a los demás, incluso con el riesgo de ser sobrepasado. No hay heridas de orgullo, sabe llenarse de sí mismo y no necesita la consideración constante. Está satisfecho con lo que hace y disfruta de su camino.


    Actitudes válidas para liderar.

    El líder trata de crear una atmósfera, en el cual sus actos, sean un sistema de ejemplo. Aquí no sirve: ¨ Yo predico pero no practico ¨. Del mismo modo que una fragancia perdura allá por donde pasa, las acciones del líder dejan una estela, que aunque invisible en su materialización, el componente de un equipo tratará de emular para así, por su parte, tener la certeza de que sus pasos son fiables. Otras veces no hace tan visibles sus actos, pues deja un espacio reservado y apartado de los ojos del equipo. Para muchas personas que componen un equipo, el líder es su meta personalizada, por ello tienen que ver una relación muy estrecha en lo que se dice con lo que se hace. También dichas personas se vuelven muy vulnerables hacia el líder, y por eso el tacto y la manera de liderarle debe ser con total humildad y empatía. Si no, el liderazgo se convierte en una caricatura que acaba deshaciendo la máscara que todos ignoraban.
    El líder entiende que la acción no es agitación, y trata de mantener en todo momento la calma y la serenidad. También comprende que la disciplina no es rigidez y sabe dar su peso específico a cada momento. Los rasgos de carácter deben ser comedidos y aunque en muchos casos hay que sacar los dientes, esto será el fruto de una respuesta viva dada las circunstancias, pero alejada de la respuesta reactiva que acarrea nocivos estados mentales y condicionamientos de humor en la persona que lo padece.
    Miedos, inseguridades, codicia… Todo ello debe ser contrapuesto por empatía, entendimiento correcto, comprensión, ecuanimidad… Si un líder no aprende a relacionarse con sus miedos (porque todo el mundo los tiene), estos se impondrán en cualquier actividad o situación que se produzca. El miedo o la inseguridad hace ver lo que no es, todo es una amenaza constante. La persona se vuelve susceptible, todo le hiere, todo le salpica. Se convierte en el ¨ gran ojo ¨ que todo lo ve. Ve rivalidades donde no las hay. Acaba siendo presa de una atmósfera extraña, rozando lo paranoide y donde todo confabula en contra suya. Un líder que cargue con una mente así sólo producirá desdicha y desvirtuará cada acontecimiento que se presente.
    En cambio, la serenidad deberá ser integrada. Del mismo modo que las calmas aguas de un lago permiten verse reflejados en él, la calma de la mente permitirá visualizar mejores respuestas y decisiones. El líder tratará de saber ponerse en el lugar de los demás. Comprenderá y será compasivo sin caer en la debilidad o en el altruismo inservible. Desarrollará una de las cualidades más difícil: la paciencia. Ésta a su vez le permitirá desarrollar la sabiduría del proceder, cuando actuar y cuando no; cuando intervenir y cuando dejar que se desarrolle el curso de los acontecimientos. Todo sigue su dinámica y con paciencia se vivencia de otra manera. Se siembra, pero no se estira de la planta para que ésta crezca antes. Se permite el desarrollo natural de los acontecimientos. El líder con paciencia regará con sus cualidades positivas, sabiendo que todo ello también germinará en sí mismo.


    Visión de futuro sin obviar el presente.

    El líder debe planificar, no controlar. Volviendo al símil del campesino, éste hace todo lo posible, pero una vez hecho ya poco queda en su mano. Aprender a manejarse con lo imprevisible es fundamental porque permite adquirir una visión panorámica de los hechos. El líder adquiere la capacidad para desarrollar propuestas de futuro, sabiendo que este vendrá en forma de presente, y es por ello que no lo obvia y vive las circunstancias actuales intensamente. Invita a los componentes a disfrutar de cada situación porque en muchos rangos existe la creencia ciega de que serán más plenos cuando alcancen otro posicionamiento en la integración grupal. El líder señala una meta pero insiste en disfrutar del camino, porque en sí ya es la meta. La meta es un objetivo fijado, una dirección a seguir, pero la meta también es aquí y ahora, y en esa ubicación se vivencian las cosas de otro modo. El futuro sirve como recreación de un presente no vivenciado, por eso se puede proyectar en él como manera de visualizar de lo que ahora no disponemos, pero no debemos caer ni hacer caer en la trampa de tener las vistas exclusivamente puestas en el alejamiento de la realidad. Hay un arma de doble filo en la proyección del futuro, pues al ansiarlo se cae más fácilmente en la frustración y el desánimo. Se debe proceder a dar una visión al resto del equipo, pero partiendo del ahora y valorando lo que ya se es.
    Las variables están ahí y nadie las puede frenar. El futuro debe ser realista y acorde a la realidad sin caer en expectativas inciertas o infantiles. Recordemos que un integrante del equipo, al igual que un niño, recuerda cada una de las promesas dadas. Por ello el líder no se debe perder en promesas que ni él mismo cree.
    El futuro debe servir como un recipiente hueco donde se mezclaran cada esfuerzo aplicado. Eso permite ir más allá de los méritos personalistas y en el caso del líder, no caer en triunfalismos ni derrotismos. Todo se auna para un fin común, y el liderazgo permite que se desarrolle.


    Relaciones de liderazgo.

    Un conjunto de personas componen un equipo, y un equipo sostiene la posibilidad de haber un líder, con lo que inevitablemente, su figura será más resaltada. Eso no debe empañar la visión de que los demás siempre estarán ahí para sostenerle, porque cada persona cuenta con su propia historia. Lo que el líder debe valorar es la extracción que se le puede a hacer a cada una de las personas que sostienen su liderazgo. Del mismo modo que sostienen a un líder, es fácil que se proceda a derribarle. Por ello tiene que haber un compromiso, sino la carga puede hacerse muy pesada y que la persona integrante de un equipo tienda a recortar esfuerzos. De esa manera se produce un paralelismo entre las indicaciones de un manager a las acciones que se realizan, pues con desajuste de sintonía, es imposible encontrar la frecuencia.
    El líder debe desarrollar la habilidad de detectar perfiles con sus connotaciones. Cada persona es un mundo, y al igual que el líder, está compuesto por miedos, angustias, ilusiones y todo un arsenal de particularidades que lo sostienen. Para poder haber una buena relación, el líder, no debe quedar atrapado en su liderazgo, pues como recalcamos, es una posición y no un don. Endiosarse cuesta un gran diezmo, pues acaba derrumbando toda posibilidad de crecimiento. Un líder recubierto de una armadura sólo termina por asfixiarse, pues al final está tan rígido que no dispone de la apertura para relacionarse con los demás. Eso genera una distancia más lejana que la puramente física, pues esa cualidad de inaccesibilidad enquista lazos afectivos sanos. Todo ello no debe confundirse con saber dejar las distancias oportunas y no caer en excesivas confianzas que al final pueden ser utilizadas para desprenderse, por parte del equipo, de sus obligaciones.
    Una clave importantísima de aprender en cualquier parcela de la vida es la impermanencia. Nada es para siempre, todo pasa, todo transita. Las personas buscan su propia evolución y el líder debe tratar de enfocar sus esfuerzos en que se produzca dicho avance. El manager debe ser imparcial a la hora de relacionarse con los demás. Tener afinidades es lógico, pero debe equilibrar para no caer en inclinaciones. Es de todos y de nadie. Para todos tiene tiempo, y a nadie se lo da en exclusiva. Trata de no caer en proyecciones que le alejen de ver a la persona tal cual es y vea sólo los beneficios que pueden repercutir en su liderazgo. No exige obediencia ciega y permite que se produzca la equivocación como un instrumento más de aprendizaje, pues después no lo recrimina, sino les despierta la consciencia mediante el error y después lo resume en una conclusión. El manager entiende que siempre será motivo de halago o de crítica, por ello no se deja rebozar en elogios para no acabar siendo mendigo de los mismos. De ese modo tomaría la costumbre de ajustar aprobaciones a cualquier acto que realice y encadenando las acciones a un reconocimiento. Tampoco se identifica con las críticas destructivas, pues muchas son proyecciones de las personas que las realizan, dejando al descubierto sus propias deficiencias anímicas.
    En todo ese huracán de interrelaciones, el líder parte de un entendimiento holístico que abarca todas sus relaciones.




    Tipos de liderazgo.

    Al igual que los componentes de un equipo, el líder tiene su propio carácter y naturaleza, además de circunstancias que lo insuflan. La diferencia es que si solamente el equipo se amolda a las cualidades del manager, se pueden producir beneficios a corto plazo, porque el margen es mínimo para la fructífera evolución individual. El espacio quedaría reducido a un solo compás. Si el manager tiene la capacidad de profundizar en cada una de las personas, el beneficio se puede extender a medio y largo plazo, pues recordemos que estaría abonando y el tiempo permitiría florecer lo ya sembrado. Tiene que haber un ritmo sincrónico entre, por un lado, el compás que manda el manager, y las habilidades que cada uno puede alcanzar. Por ello, el líder, basa su liderazgo de una manera camaleónica, para así adaptarse a los distintos perfiles que lidera. Sobreentiende que no todos disponen de la misma capacidad, pero que igualmente todos tienes alguna cualidad que al integrarlas con el resto, producen más resultados que el puramente personal. Ahí reside su principal función. Orquestar y a la vez aportar el mejor instrumento para cada uno. Sólo así se produce el mejor ritmo y la mejor melodía.
    Para ello, el líder, basa su entrenamiento en ajustarlo al perfil, y a la vez, a las situaciones personales de cada uno. En cambio para otros aspectos si se basa en generalizar, pero el trabajo individual provocará una toma de consciencia de la persona en desarrollar sus potenciales ocultos. Hay muchos tipos de liderazgo: flexible, controlador, carismático… El líder comprende que si utiliza sólo un tipo, no podrá abarcar a otra parte.
    Por ejemplo, el liderazgo controlador tiene su eficacia en un determinado perfil. Si un componente empieza, siente la necesidad de sentirse controlado, pues su mayor inquietud es hacer algo mal. El control se basaría en determinar las pautas que debe realizar, y después se deja un marco de actuación seguida de un seguimiento de los resultados. Esto da a la persona una sensación de arropamiento, que con el tiempo se irá aflojando para ganar en autonomía en sus funciones. Este tipo de liderazgo controlador se basa en pautas y correcciones, no en ¨ hazlo porque yo lo digo ¨. Este liderazgo no sirve siempre, pues una persona experimentada no necesita un orden controlado de pautas, sino que su libertad de acción y su opinión de las cosas sean tomadas en cuenta e integradas a la evolución. Si a una persona eficiente y que ha demostrado su responsabilidad se le procede con actitudes controladoras, no estará siendo beneficioso, sino más bien desmotivador, pues la persona no enlaza sus esfuerzos anteriores con las exigencias actuales. Pierde la sensación de aval de todo lo anteriormente recorrido. Por ello es importantísimo el tacto y la empatía.
     El liderazgo flexible sería acceder a la opinión de los demás para hacerles partícipe en las decisiones. Implica que la verdad no es absoluta, y que aunque  la decisión final será tomada por una persona, se ha escuchado y tenido en cuenta al resto. Liderar con flexibilidad es muchas veces esperar a que el entorno se enfríe para rectificar algo. En los momentos de mayor tensión, el líder puede caer en utilizar modos agresivos o palabras acres que posteriormente son más difícil de sanar que el hecho en cuestión a reconducir. Ser flexible es tratar de buscar soluciones y no culpables. La flexibilidad no es debilidad ni falta de firmeza, sino saber en determinados momentos plegarse como un lirio en mitad de una tempestad y no quebrar como el más robusto de los árboles.
    El liderazgo carismático esconde un doble filo. El líder provoca atracción al resto de forma innata, pero puede caer en la trampa de engordar su ego, y si el componente cae en la dependencia de su manager, paradójicamente también engorda su ego. Nada provechoso emerge de este tipo de relaciones, pues se basa en dependencias, tanto del que idolatra, como del idolatrado. Por parte del que idolatra porque vive en base a un ideal dependiente y pierde toda capacidad de crecer por sí mismo. Por parte del idolatrado porque cae en el velo ilusorio de que los demás orbitan a su alrededor. Se necesita mucha visión clara y discernimiento para no quedar atrapado en la neblina de las adoraciones. Lo peor es que tanto para uno como para otro, atrapados en sus roles, no desarrollan la capacidad de impermanencia, y de ahí la desilusión cuando se rompe este tipo de vínculos dependientes.
    Hay muchos más tipos, pero lo importante es detectar cual puede ser necesario en un momento dado. Los perfiles deben ser detectados para su desarrollo y la táctica derivará a un liderazgo determinado.


    La actitud mental incorrecta.

    Puesto que hablamos de actitudes, cómo no apuntar hacía la procedencia de las mismas. La actitud emana de lo más profundo de nosotros mismos, incluso de lo más subliminal. A veces la procedencia parte del impulso del inconsciente, que basados en condicionamientos generan respuestas automáticas (o robóticas podríamos decir) ante estímulos tanto externos como internos. Todo parte de la mente y hacia ella se dirige todo. Impresiones, reacciones, sensaciones… Todo un bombardeo que va dejando huella según nuestra capacidad de absorber y desenvolvernos con las circunstancias.
La actitud mental incorrecta es la que se basa en interferir en las situaciones produciendo confusión, torpeza en las decisiones y sumando en todo ello la ausencia de  paz mental. A veces la inclinación a este tipo de actitudes produce que la persona se familiarice tanto con ellas que las tenga dentro de un marco de normalidad. Lo que no sospecha es que hay medios y herramientas para corregir ciertas carencias emocionales y ganar en plenitud y calma. Todo ello deriva en una acción más diestra y más eficiente para la persona que asume el cargo de líder.
Todo lo contrario a una actitud mental correcta son los estrechamientos mentales y de miras, que no van más allá de los propios puntos de vista. La persona queda atrapada en sus conceptos dándoles la oportunidad, una y otra vez, hasta que al fin consigue darles una carga de efectividad. Se basa también en reacciones que se alejan de la meramente funcional. Es la que se repite una y otra vez hasta extinguirse en el desgaste. Eso provoca que una parte de la atención desemboque en alimentar dicha reacción, dejando de lado las verdaderas ocupaciones y cayendo en descuidos de lo más absurdo. Es una actitud que desconfía constantemente y no consiente aquello que le contradiga. Sólo utiliza la indulgencia consigo mismo cayendo en justificaciones que todo el mundo debe comprender. Es la actitud que juzga, mide y compara y no da margen a las variables. Todo debe estar en base a ser considerado y ni por asomo se pone en el lugar del otro. Una mente así sólo genera conflicto y desdicha, tanto a sí mismo como a los demás. Una actitud que proviene de este tipo de mente consigue todo, pero a corto plazo. No siembra en terreno fértil. Se derrochan las semillas como si hubiera en abundancia. Después la actitud se convierte en queja y autocompasión, pues ante los demás es víctima de las peores circunstancias.
El antídoto ante este tipo de actitudes es chequear la mente que la emana. Rectificar en lo posible, enfriar emociones. Tratar de contraponer otras actitudes, que aunque al principio son forzadas, terminan por convertirse en conductas habituales. La humildad es el gran bálsamo, aunque a veces queda olvidada como una actitud dispensable ante el posicionamiento de liderazgo, lo que nos recuerda que somos una pequeña ola en medio del inmenso océano.


    La actitud entusiasta.

    El manager debe impregnar a los demás un clima de ganas de consecución de resultados, que no hay que confundirlo con la obsesión de los mismos, pues estos encadenan y ligan.  El entusiasmo no es exaltación febril, sino una dosis de energía extra que se le añade a la actitud de ecuanimidad. La ecuanimidad es equilibrio de ánimo y sobre ese equilibrio se deposita dosis entusiastas.
    Un entusiasmo equilibrado es un empuje realista sin caer en triunfalismos. El equipo se alimenta de esas ganas, pues sería una similitud a regar un jardín. Pero ¿cómo regarse uno mismo? Si esperamos a que todos los factores estén dispuestos para motivarnos, la espera se puede hacer eterna. Si esperamos cuando alcanzamos un objetivo que éste nos proporcione una satisfacción permanente, estamos alimentando algo ilusorio. Es cuestión de elección.
Le preguntaron a un maestro:
-         Maestro ¿por qué siempre está contento?
Y el maestro respondió:
-    Cada mañana al despertar tengo dos elecciones, estar contento o no estarlo, y siempre elijo lo primero.
No hay que confundir la actitud entusiasta con ese afán de verlo todo y ser siempre positivo, pues nuestros estados de ánimo también fluctúan y proyectar un positivismo permanente puede derivar a la frustración. Se trata de ejercitar la fuerza que impulsa el arranque. Imaginemos un carruaje, el carro nos lleva a todos (equipo) hacia un lugar, el caballo es la fuerza entusiasta que empuja del carruaje, y el cochero  (líder) dirige con sus riendas (actitudes/aptitudes) la dirección y la precisión de la impulsividad del caballo.
     La actitud entusiasta no debe dejar paso a estados de ánimo de abatimiento cuando se produce un resultado negativo, porque de la misma manera el ambiente se torna apesadumbrado. Por ello insistimos en el equilibrio aderezado de entusiasmo, para así no caer en extremos oscilantes y mantener los ánimos en su propio centro.


    Saber escuchar. De dentro afuera y de afuera a dentro.

     Todos en un momento dado hemos bajado el volumen del televisor para escuchar a la persona que nos hablaba. Si la atención no está focalizada es muy difícil que las palabras del interlocutor entren dentro de nosotros. Un factor decisivo es la calma mental. Saber escuchar no es fácil, no por perversidad, sino por la costumbre que tenemos de atender a cada uno de los pensamientos que van interfiriendo.
    Saber escuchar implica que uno deje de serlo para ser el otro. No es utilizar el turno de silencio para preparar lo siguiente en decir, sino para absorber todo aquello que entra por los oídos y crear el estado de comprender. Si una persona no se siente escuchada mucho menos se sentirá comprendida, y sino se siente comprendida se creará una herida abierta difícil de cerrar.


    Escuchar es dejar espacio abierto para explayarse, sin restricciones, sin culpabilizaciones y que propicie un clima de confianza y la expulsión por parte del interlocutor de todo lo que en un momento dado puede o ha podido cargar. Una vez se ha producido la escucha se debe reflexionar conscientemente en todo aquello que se va a decir, pues una vez expulsadas las palabras no ofrecen ningún retorno.
    Saber escuchar hacia dentro es desarrollar la capacidad de que una parte de nosotros no esté externalizada. Esa parte debe girar hacia dentro y mantener una observancia de todo aquello que va surgiendo, para así, en el caso de emociones negativas, saber dejar distancia y no implicarnos. Escuchar hacia dentro exige remitir el ego, desbloquearse y estar en apertura hacia uno mismo y hacia los demás. Observarse en propiciar estados laudables positivos, desde la amabilidad hasta la alegría compartida.


    Brindarse una oportunidad.

    Aprender a liderar es una carrera de por vida. Es, al igual que la autorrealización, una senda que comienza pero no finaliza.
    Saber delegar, dar responsabilidades, predicar con el ejemplo… Todas son factores del liderazgo que como decíamos al principio, comienza liderándose a uno mismo.
    A veces el líder se enfrenta a una cierta soledad difícil de explicar. No entra en el marco de lo razonable, pero la sensación inunda a la persona. Es la principal cabeza visible pero se siente excluido; hace por todos pero siente que nadie hace por él. Esa soledad abarca la emoción de la persona, pues tiene que desprenderse de la misma para continuar su camino. Un camino en el que afectará a muchas personas, y él, como principal líder, deberá endurecer un camino de barro para que los demás transiten.
    Muchos son los obstáculos, muchas las frustraciones, pero el deseo de hacer mejorar a los demás será lo que haga mejorar al líder. ¨ El mismo suelo que te hace caer te permite levantarte ¨ reza el Tantra. Por ello hay que ser también flexible con uno mismo y no sólo con el equipo. Brindarse una oportunidad, no sólo de cuando en cuando, sino a cada momento, a cada instante. Evitar que la vieja psicología no interfiera con sus recuerdos petrificados. Que la mirada sea hacia futuro pero anclada en el presente.
Que la meta sea el disfrute de ir hacia ella. Que la obsesión sea desprenderse de todo lo obsesivo y con fluidez atajar el camino.
 Que el equipo recuerde a su líder como alguien que le inspiró y le alentó a creer en sí mismo. Que le devolvió la mirada hacia dentro para no desperdiciar lo mejor que podía dar. Que le dio a entender que no era cuestión de victorias lo que engrandecían, sino que las derrotas nos recuerdan que nuestras fragilidades pueden ser superadas.




   Que el líder recuerde al equipo como esas personas, que aun dándole quebraderos de cabeza, fueron capaces de despertar sus más valiosas potencias gracias al despertador del compromiso. Que pueda recordar el líder cómo su equipo luchó en las vicisitudes, que lo acompañó en los malos momentos y que lo zarandeó en los buenos.

    En definitiva, que cada cual aprenda desde su posición. Que el líder se base en un liderazgo genuino y pueda permitir que los demás, no sólo florezcan, sino que además, exhalen su propio aroma.







          NOTA: artículo publicado el 9/10/11 en http://www.modernsoccer.net/

domingo, 9 de octubre de 2011

La llamada de la Mística.

    Toda persona con inquietudes o sensibilidad mística ha experimentado en algún momento una llamada o toque de atención, que descolocándole por completo, ha removido algo en su interior.
    La razón queda doblegada ante la inmensidad de anhelo hacia aquello que no es visible en el plano ordinario. El por qué de que algunas personas dispongan de la capacidad para intuir algo que está más allá de lo que pueden de ver sus ojos, es un misterio. La persona, bombardeada por algo que no se explica, acaba suscitando cierta consciencia para descifrar sensaciones que se van presentando y procede a dejar de darle la espalda.
    A veces la llamada puede ser tan incesante que uno termina por rendirse hacia ella y emprende la larga búsqueda de sí, pues la llamada nunca proviene del exterior, sino del interior, y hacia ahí se dirigen todos los esfuerzos y poder acceder hacia la fuente que dispara la alarma.
    Unas veces hay quien experimenta la inclinación espiritual desde pequeño, otras empero, a la edad adulta. La mía experiencia es que desde pequeño tendía al ensimismamiento y a la necesidad de refugiarme en soledad. Era ya una sensación de incomprensión por parte del resto y la incapacidad de reflejar en palabras algo que se manifestaba en vislumbres muy fugaces. Quizás lo que realmente me desveló con los años de mi sonambulismo psíquico, era el recordad algo que en su momento inadvertí por completo, no queriendo dada mi edad, darle mayor peso específico. Entre los trece y catorce años tuve unos presentimientos muy fuertes hacia la extinción de un ser querido. No oía voces, nadie me decía nada, no se presentaba ante mí ninguna figura celestial a darme ningún mensaje. Simplemente estando en compañía del ser querido, experimentaba en lo más profundo de mí que debía aprovechar lo máximo que pudiera el tiempo con él, pues inevitablemente acabaría por desaparecer. Todo esto irrumpía en medio de lo cotidiano y dejándome perplejo por instantes, quedaba preso de un bloqueo que duraba segundos. A todos les pasaba inadvertidos, nadie caía en la cuenta de lo que sucedía en mi interior. Al no ser este un mensaje claro y conciso reducido a la lógica, no era capaz de darle significado alguno. Por ello y por aquél entonces trataba de ignorar esas sensaciones y seguir mi vida de aquellas edades. Al tiempo, se diagnosticó un cáncer en la persona intuida, pero inmerso en mi tsunami emocional no le daba ningún enlace a lo anteriormente presagiado. La enfermedad duró dos meses, y mi padre con tan solo cuarenta y cinco años de edad, murió inmerso en una sedación de morfina. En ese momento mi recorrido existencial quedo quebrado debido al terremoto que produce la extinción de un familiar. Sin ser consciente utilicé a lo largo de todos estos años en adelante, los cimientos del derrumbe para volver a construir. No hay nada peor que limpiar escombros, y mucho más los del interior. Necesité la adolescencia para incorporar la ausencia de mi padre a una vida en plena reconstrucción. Experimenté que el verdadero duelo es el que se lleva dentro y no el moral o religioso que trata de exponer hacia los demás un penar que dignifique y justifique. De ahí en adelante la vida dio giros muy bruscos que en mi mano estaba equilibrar.
    Las intuiciones o llamadas se sucedían con los años, pero igualmente me eran ajenas viviendo externalizado en el mundo exterior y dando por hecho que el interior se reorganizaba solo. Independientemente a las etapas o situaciones de vida, la llamada mística me asaltaba en cualquier instante, dejándome una fisura que me revelaba una realidad más allá de la meramente aparente. Era como si algo me susurrase que no me conformara con lo que se ve o se materializa, sino que algo oculto aguardaba y esperaba mi atención. ¿Por qué motivo? Aún no lo sé pero trato de ser yo quien le de sentido.
    Por otra parte, algo de mí recelaba con lo instituido o religiones petrificadas que caían en rituales estériles. Cada vez desconfiaba más de adoctrinamientos y creencias impuestas desde pequeño. No conseguía dar en la diana. Desorientado continuaba un camino de oscuridad que se juntaba con las adversidades de la vida cotidiana.
    Era mi fascinación por la figura de Jesús, cuando salía en las películas proyectadas de Semana Santa; pero no por ese Jesús que viene a salvarnos, no por ese Jesús que se proclama en dones, sino por el Jesús que ha conectado con una esencia que se me escurría de las manos. Más adelante serían las figuras de Buda, Lao-tsé, Sócrates…, las que me llamarían profundamente la atención.
   Años más tarde caigo en la cuenta de mis intuiciones de la adolescencia, que sumadas a otras de menor relieve, consigue avivar las llamas de la indagación. Me decido a expresarlo, convenciéndome a mí mismo de que si se toma como objeto de burla o escepticismo me sería de lo más indiferente. Había sido una experiencia vivencial que escapa a ideas o creencias, con lo cual esa huella perdurará hasta mi final del recorrido.
La suma de experiencias de este tipo más la convicción de que sufría más de lo necesario, me hizo caer en la cuenta de que necesitaba girar mi mirada hacia dentro y penetrar en lo más profundo de mí ser. No es fácil, no es sencillo. Había temporadas antes de mi decisión de indagar, que me sentía invadido por una mística inconmensurable, otras en cambio me inclinaba hacia el mayor de los tormentos debido a la confusión de mi mente, experimentando algo que me sirve de despertador: las crisis de ansiedad.
    Ese huracán ya era el determinante de que algo en mí no estaba bien, y no era cuestión de purificar el exterior ni de auto convencerse de que todo va bien, sino de limpiar todo lo almacenado y drenar la mente de sus condicionamientos. Aunque tocaba fondo constantemente, me iba dando cuenta de todo un mundo de aprendizaje por desplegar. Apuntaba a la mente como principal causa de sufrimiento innecesario, y no iba mal encaminado, pues las grandes sendas de autorrealización de todas las épocas se dirigen hacia ella en primer lugar. Era ver algo de luz en medio de una oscuridad en la que nada ni nadie me podía orientar.
    Comencé a leer libros que me mantuvieran ocupados, pero aún así nada se removía en mí. Fue en unas vacaciones en Punta Cana, cuando visitando la librería del hotel me llamó la atención uno titulado: ¨ Revolucione su calidad de vida ¨ del Dr. Augusto Cury. Lo ojeé pero su precio me hizo descartar su compra, ya lo compraré al llegar a España, pensaba para mis adentros. Me dirigí a la sala de espera donde nos iba a recoger un bus y llevarnos al aeropuerto para tomar el avión. Nuevamente experimenté la ensordecedora llamada que en este caso se manifestaba con la impulsividad de hacerme con el libro. No se acallaba la atracción y no tuve por menos que comprarlo dejándome indiferente el precio que momentos antes me promovió a descartarlo. Una vez en España me decidí a leerlo, faceta todavía no desarrollada y que por aquél entonces me exigía un gran esfuerzo. Ni que decir tiene que el libro despertó en mí el disfrute de la lectura, y que sus consejos sobre el cuidado de la emoción terminaron por despertar en mí una curiosidad inacabable. 
    Ese fue un salto de gigante, pues de alguna manera se acoplaba a mi intuición el deseo de mejora interior. Más adelante, en mi faceta de ojear libros en cualquier tienda o grandes almacenes, descubrí una gran cantidad procedentes de Ramiro Calle, pionero del yoga en España y mi actual maestro de dicha disciplina. Me sonaba de haberle visto en la televisión, pero me era un gran desconocido. Veía mucha relación con el yoga, y mis prejuicios y mi alergia a todo lo soteriológico hacia que de igual modo descartara su adjudicación. Pero un día un libro me llamó la atención, se titulaba: ¨ El arte de la paciencia ¨. Algo en mí se volvía a remover. Me preguntaba ¿cómo es que alguien se preocupa por la paciencia, que para mí es muy valiosa? Decidí comprarlo, y nuevamente algo se modificaba en mi mundo interior. Fue comenzar a leerlo, y aunque una gran cantidad de palabras me eran desconocidas, sentía una profundidad que me atravesaba. Me decía mi mismo que, o bien él me entiende o bien, yo le entiendo. Desde luego veía en palabras lo que ni por asomo yo era capaz de expresar. Sentía una verdad colosal y de alguna manera ya fui capaz de identificar la fuente que podía aplacar mi sed. La esperanza se abrió paso en mí. La sensación de dar con algo que realmente me sacara de mi dormidera emocional no me dejaba indiferente.
    Todo ello se fue ajustando hasta conocer la práctica del yoga, meditación, etc, que no antes de haber pasado por un riguroso sentido de experimentación, no fui capaz de incorporarlo a mi vida. Fue la indocilidad de la mente lo que me enganchó a su práctica para aquietarla. Todo ello me ha permitido por un lado, desarticular una mente fluctuante y aportar un sentido a la vida proveniente de lo más interno.
    Todavía queda mucho, muchísimo por recorrer… Pero jamás imaginaría, cuando estaba en profundas depresiones, que acabaría narrando lo que me ha empujado a indagar en lo más escondido de uno. Jamás imaginaría que utilizaría el medio de la escritura (yo que no había cogido un libro en mi vida)  para expulsar mis sensaciones y poder compartirlas. Lo que menos me imaginaría es que fuera capaz de compartirlo sin sentir los prejuicios del qué pensarán. Lo más gracioso es que una vez emprendí la senda de la búsqueda, esas llamadas han desaparecido. Es como estando inmersos en el agua, ésta no te puede salpicar.
    A veces me siento buscador, otras encontrador, porque de todo se aprende y el sentido místico (no soteriológico) hace que todo se vuelva instrumento y se convierta cada momento en un caudal de sabiduría. He perdido toda enemistad con la existencia, y ahora trato de profundizar en ella.
    El yoga te hace descubrir no solo una practica o una disciplina para agotar un tiempo, sino que el cuerpo o la mente, tan cercano a nosotros, se puede volver un laboratorio, y que la vida siendo tan misteriosa e imprevisible, puede ser una manantial de madurez y un banco de pruebas de lo  Uno. Todo es aprovechado, todo son planos a desarrollar, uno se desenvuelve disfrutando de una completud que no experimentaba con lo procedente del exterior (eso no significa que no se disfrute de lo proveniente de fuera), y una renovación de la mente que apropia energías sin derrochar.
    No sé lo que durara esta etapa, tampoco me importa. La vida no me ha cambiado, sino el enfoque y la actitud que tenía hacia la misma. Todo sigue su curso, su dinámica. No estoy excluido, también me asaltan las dudas, el miedo, la inseguridad, el sufrimiento… Pero al menos dejo en lo posible una distancia y sé que el hecho de querer llegar ya me empuja a ir. Ardua es la empresa de querer automejorarse, y más la de querer encontrar un significado último a todo lo existente. Sin caer en abstracciones que nos alejen los pies del suelo, debemos tratar de caer en la cuenta de aquello que nos pasaba por alto, no por el hecho de descifrarlo, sino porque su transformación nos aporta destellos de un conocimiento profundo y revelador. Una transformación que luego deberá ser aplicable a la vida de cada día, pues ahí, como reza el adagio zen: ¨ se esconde la verdad que unos ven y otros no ven ¨.
    Cada uno es su maestro y su discípulo. Me siento aprendiz en todo momento. El mecanismo lleva tiempo activado, lo que dure a durado. He conseguido guiñarle un ojo a la vida, ahora es cuestión de que ella me lo devuelva.