sábado, 23 de junio de 2012

La desrealización.

    Hay personas que con un cierto carácter de sensibilidad -no sensiblería- acceden a una angosta dimensión de lo que es la vida.
    Se revela un interrogante aplastante y doblega al sujeto por su inmensidad acaparadora. Por momentos fugaces, la comprensión halla un punto álgido de percepción que permite detectar el ilusionismo que solapa una realidad ocultada por la aparente. La persona, despavorida, se encuentra en un desconcierto penetrante y enlaza un puente hacia lo que posibilita el sustento de un decorado que oculta otra realidad más vivencial, pero que se nos escurre cuando estamos en un concepto más ordinario.

                               
    Algo se destapa, algo se revela. Se agudiza la percepción y al margen de nuestra voluntad, ésta se manifiesta por el encontronazo ante un cúmulo de sensaciones que dejan bloqueado al sujeto. Se dispara el miedo, temor, crisis... No hay dónde ir, dónde sujetarse. Por un momento, el escenario donde solemos recrear nuestra actuación se convierte en un decorado de cartón piedra, un atrezzo misterioso en donde la angustia se dispara por su pavorosa inmensidad. Se vierte sobre la persona una crudeza que le despista antes de alcanzar la posibilidad de descifrarlo. La soledad se manifiesta más que nunca, no como una idea, no como una recreación, sino como una verdad inmutable en la que estamos inmersos. Es ésta una soledad acaparadora y reacia, generando fricción y un terrible abatimiento. Incluso la misma soledad se retira abandonándonos por completo y dejándonos en una experiencia dubitativa de sobre qué nos sostenemos y sobre qué configuración permite el desarrollo existencial.
    Por un momento la persona ha dejado de ver las dos orillas, está en mitad de un océano. Se encuentra con una dimensión angosta en la que no hay escapatoria porque no hay dónde ir. La sensación de aprisionamiento dentro de la propia vida se hace angustiosa, desgarradora. Uno toma consciencia del tremendo shock de saberse vivo. Se experimenta la fuerte vivencia de que estamos sujetos a finitud sin posibilidad de escapatoria. La propia realidad nos da la espalda, nos deja huérfanos de ella misma en una honda soledad más allá de la ausencia de personas alrededor nuestra.

    La desrealización se torna impositivista, pues de alguna manera no elegimos cuándo adentrarnos en esa dimensión, sino que ella misma nos envuelve con su manto acaparador y dejándonos en una esfera en la que ordinariamente no hay posibilidad de acceder.
    En ese momento de estupefacción, de convencimiento de falsedad en todo lo que nos rodea, se revela una inclinación a descifrar la conquista de sentido último de todo el montaje existencial. Pero de nuevo, el muro de lo ignoto, irrumpe para bloquear el paso y bloquear el acceso que quisiéramos transitar. Nuevamente somos expulsados hacia la realidad aparente en la que normalmente nos manejamos, quedando esfumada aquella que pavorosamente se ha presentado. En ese instante hemos sentido una soledad cósmica fuera de lo común. Nos hemos visto envueltos en una envoltura carnal que es regida por sus propias leyes ajenas a nosotros, y que habitamos un físico corporeo pero que no lo llega a ser todo, pues en ese momento hemos sido capaces de asomarnos a otro tipo de percepción más directa que el que habitualmente estamos acostumbrados.
    Esa realidad desrealizada nos deja una huella de nuestro paso efímero en este plano vivencial. Vivimos como más real que nunca el que algún día el recorrido tendrá su fin y que ese sentimiento escapa a una comprensión racional o intelectual. En ese momento no sólo nos abandona la realidad que nos acapara, sino la mente común, pues en esa esfera no opera como habitualmente está acostumbrada.
    Estos encuentros bruscos son idefinibles e inasibles a la lógica. No pueden ser estirados a la espera de un entendimiento lógico, pues en el momento en que se presenta ya comienza a escurrirse de nuestras manos. Provocar esos accesos también es fallido, porque el intelecto no puede ni acercarse a esa dimensión. Es en el capricho del momento y donde el repentinazo nos da ese ¨toque¨ que termina por girarnos ciento ochenta grados. La persona que ha tenido que vivir y vivirse en ese teatro fantasmagórico, siente que algo ha cambiado. Algo se ha removido en él. Ahora hay algo más. Algo que trata de llamarnos la atención mediante un juego rocambolesco. La vida, en la que tan inmerso se había sentido hasta ahora, se convierte en un simulacro en comparación con esa otra realidad que se oculta tras todo lo consistente.

    Tras esa traumática experiencia de que se insustanciabiliza todo a su alrededor (incluyendo en muchos casos uno mismo -despersonalización-) deja en la persona un choque adicional que rompe con todo lo que anteriormente había conformado. Duda de la veracidad de la realidad, pues ahora el esfuerzo es por sentirla consistente. Haber sentido como se diluía la energía que permite la sustentación de todo lo manifestado, advierte en el sujeto un acercamiento a un estado de locura pasajero, dejando una huella en la persona que poco a poco deberá de ir eliminando. Ese momento de delirio provoca confusión y dolorosa apreciación de una realidad expuesta ante nosotros, pero con acceso a un backstage ocultado hasta ese momento. Se produce una fricción entre realidades paralelas, se tambalea la creencia de qué es o no real, pues aunque haya sido lo más parecido a una alucinación, ha sido vivenciado como la mayor de las realidades.
    Otras veces parece que esa sí es la única realidad, lejos de todo lo manifestado es como si en ella todo quedara depositado y que nunca se terminara de presentar. Es como si se deslizara sobre sus capas y se antepusiera ante nosotros para dar testimonio de su veracidad y después, retornara a su letargo donde reposar. El pavor puede dejar atónito a quien lo experimenta, porque no hay dónde agarrarse ni dónde cogerse. Uno se siente perdido, la brújula ha fallado. El mapa se ha deteriorado y no permite ver su contenido. Se nos oculta un camino que pensábamos que controlábamos a la perfección. La sensibilidad aflora, el alma parece que traduce aquello que no ve los ojos. Parece que uno ha descubierto un truco de ilusionismo en el que estaba atrapado.
    Una vez pasa el vendaval todo vuelve a la misma sintonía. Parece que todo el desbarajuste se vuelve a ordenar ante nuestros ojos. Ya no hay pruebas, todo vuelve a reajustarse como antes. Parece que, juguetonamente, la existencia nos ha gastado una broma macabra, nos ha invitado a una especie de escondite donde participan, no sólo los objetos visibles y tangibles, sino todo lo que pertenece a la esfera de lo inanimado e inmanifestado. Jugar se convierte en un desafió, porque nadie conoce sus reglas ni cómo terminará el juego. La situación se ha desvanecido sin dejar rastro. No hay ninguna prueba concreta de lo que ha sucedido. Tan sólo la sensación de atino o desatino, porque quizás ese intervalo desconcertante sea como un muestrario reducido de la inconmensurable vastidad de la existencia.
    Ese sabor de boca puede quitar el apetito o despertarlo, según se proceda. Quizás, ese sabor amargo sea un primer plato de otro más rico y dulce. ¿Quién sabe? El hecho es que a quien le suceda repetidas veces debe proceder a destinarle un significado para que no quede en una estéril sensación desagradable y, quizás, sea el indicativo de que debemos no conformarnos y rastrear esa otra realidad que se va escurriendo de nuestra compresión reducida.

    La desrealidad va de la mano de orígenes de ansiedad. Puede llegar a ser una de sus maneras de posicionarse ante nosotros, pues esa fragmentación del exterior no es más que la misma división de nuestro interior. Los estados ansiógenos pueden desencadenar ese punto álgido de desrealización donde todo lo que está rellenado pierde sustancia y nos convierte en espectadores de ese cruce de sensaciones que terminan por desgarrarnos. Ese estado puede alcanzar el miedo o pánico, creando un círculo vicioso y donde su representación alcanza el grado de fantasmagoría.
    Una vez la persona experimenta este tipo de sensaciones, se puede crear cierta sospecha a que puedan producirse de nuevo, y cualquier factor estresante puede desencadenar el detonante para que se active. El cuerpo se prepara para la huida, pero ¿adónde? No hay más lejanía que nosotros mismos, ni más cercanía que nuestra propia realidad. Podemos huir de todo menos de nosotros mismos. Dan ganas de pedir auxilio, pero ¿a quién?
    Aunque sí que es cierto que ciertas medicaciones pueden servir de gran ayuda, siempre apelaré a que ciertos desajustes internos se resuelvan en su lugar de origen. Para ello hay un gran arsenal de herramientas que permiten integrar a la persona para no sentir esa sensación de división ,tanto exterior como interior. Yoga, meditación, pranayama, enseñanzas, cambio de actitudes... Quien no lo vive no lo entiende. Además, quien lo padece debe cargar con la incomprensión por parte del resto, pues ni por asomo asocian ese estado a su historial de vivencias presentadas.
    El buscador pone en marcha un mecanismo de rastreo tras experimentar esas experiencias, pues como una puerta entreabierta, permite vislumbrar un rayo de luz en mitad de la oscuridad. Tratará de estar más atento, más consciente y, si se vuelve a presentar cruzará ese túnel angosto y llegará a recorrerlo hasta el final.


    Para el buscador es un motor que le moviliza a desperezar ese potencial oculto interno, ya que interpreta estos accesos como una especie de duermevela espiritual, donde la cruda desrealidad nos aborda para indicarnos que aún no debemos desfallecer en el intento de alcanzar el despertar de la consciencia. El buscador trata de conciliar ese conflicto que se le presenta para transcenderlo y avanzar en el sendero espiritual.
    Al igual que en un bloque de mármol la estatua ya se encuentra dentro. Debemos tallar hasta alcanzar la verdadera esencia que nos insufla y permita reconciliarnos a una realidad más elevada, y evitar así, la enemistad existencial.