lunes, 25 de julio de 2011

La muerte.

     La muerte ha sido, es, y será, el mayor misterio jamás vivido por nadie. La muerte conlleva el recordatorio de finitud, y ante ella, como diría Buda, todo palidece.
    Ante ella no hay distinciones, todos somos iguales y hacia ella nos dirigimos. Nadie la vence, sólo por capricho te  deja tu vida de ventaja. Es la aduana hacia lo desconocido, es el paso fronterizo o el final de un recorrido, y ahí la mente se golpea contra el muro de lo incognoscible.

     La muerte no puede ser comprendida mediante racionalizaciones ni especulaciones, sino mantener el recordatorio de que ésta llegará dejando cosas sin terminar, palabras sin pronunciar y vivencias sin experimentar. Ese recordatorio hace que no caigamos en sus engaños que son: ¨Los demás son los que mueren¨ y ¨Cuando muramos siempre será mañana, nunca hoy¨.
     Vemos en lo demás la muerte como algo ajeno a nosotros, como algo que siempre sucede de miras al exterior. Pensamos (sin que nadie nos diagnostique lo contrario) que la muerte está muy lejos y que ni siquiera ha reparado en nosotros, que nos ha excluido de su programa de actividades. Tomar conciencia de que en cualquier momento se puede presentar no es obsesionarse por el tema ni recrearse en pensamientos mortificantes, sino avivar la llama que se mantiene encendida para vivir con mayor plenitud cada instante.


         
    Para aprender a morir, primero se debe aprender a vivir. Cara a cara con la muerte sólo nos encontraremos con nosotros mismos, y ahí veremos en que hemos invertido o en que nos hemos convertido. Jerarquías, posesiones, estatus ¿dónde quedan ante la muerte? Queda todo en la antesala, pues hay que pasar desnudos y sin lo que apoyarse. Atrás habrá quedado todo con lo que nos identificábamos y tendremos que soltar todo aquello en lo que nos reflejábamos. Ante ella, al igual que en un paredón, todos tenemos el mismo valor y eso debe humildarnos. ¿Realmente es miedo a la muerte o a perder lo que conlleva con la misma?

    Nadie puede morir por nosotros. Es algo que nos concierne de forma individual. Aun en el caso de que varias personas muriesen a la vez cada uno lo haría en su propia vía de muerte.
    La muerte no sólo afecta a la persona que desencarna, sino los que quedan en vida, pues uno de los sufrimientos más profundos es el de la perdida de un ser querido. Cada persona tiene su propia manera de vivenciar su duelo, más allá de petrificados convencionalismos y patrones morales, pues el dolor será vivenciado por uno, aunque los demás se empeñen en acompañarnos en el sentimiento. Las personas que quedan se enfrentan a la gran tarea de aceptar lo inexplicable y de ir, poco a poco, incorporando esa ausencia en sus vidas cotidianas. Asumir la muerte de una persona afín no es fácil, pues se necesita una gran dosis de aceptación y ecuanimidad, rota en la mayoría de los casos por el shock adicional y el estado de aturdimiento que provoca en nosotros asistir a la bajada de telón, en la representación final, de una persona allegada.      

    La muerte puede tener su lado constructivo aunque no lo creamos, pues ese recordatorio es el que nos debe motivar para hacer de nuestro recorrido una senda y un instrumento constante de aprendizaje. Que haya algo después o no debería ser lo de menos, pues lo que realmente hay, es lo que debe ser vivido. Dependiendo de cómo hayamos instrumentalizado el recorrido estaremos más capacitados, para como un buen anfitrión, recibir la muerte como una parte más de nuestra circunstancia vital.
En la antigüedad los buscadores espirituales utilizaban métodos de alquimia para alargar la vida, pero no por apego a la existencia, sino para disponer de un tiempo extra en el que autorrealizarse. Esa actitud de aceptación es la que libera de ese miedo inherente a la última exhalación.

     
    El buscador trata de no perderse en teorías referentes al abandono de la envoltura carnal a la que pertenece y al plano fenoménico en el que se desenvuelve. Trata, en cambio, de utilizar el recordatorio de disolución para hacer un trabajo interior de desapego, incremento de la consciencia y desarrollo de la sabiduría. Como la ola que acabará fundiéndose en la totalidad del mar, no trata de resistirse ni de defenderse, pues es en la misma inmensidad de la que surgió, donde acabará desvaneciéndose.

    La muerte iniciática ( la que siempre han insistido todos los sabios desde la noche de los tiempos ), es la que se trata de llevar a la práctica, aún estando insuflado de vida. Es morir a cada instante, dejando atrás nuestra petrificada psicología, renaciendo a cada momento, nuevos, renovados, sin condicionamientos y experimentando la frescura vivencial. Es no acarrear la mente anquilosada. La mente y su charloteo es lo primero que ha de morir, junto con su representante que es el ego, porque frente a la muerte no hay ningún discurso que le haga convencer, ni ningún ego que le haga empequeñecer.
    Esa muerte es la que utiliza el buscador para renovarse a cada momento y la que le sirve de familiarización, para así llegar más integrado en sí mismo a su punto y final de su trayectoria vivencial.

jueves, 21 de julio de 2011

Elevar lo cotidiano al rango de sublime.


    Por identificación tendemos a colorear nuestro mundo interior con las acciones que llevamos a cabo en el plano exterior. Por querer renovar nuestra capacidad de asombro a cada instante, nos perdemos la frescura del momento, dejando pasar aquello que ya no podemos atrapar y por lo que tanto habíamos esperado.
    La verdadera monotonía no es aquella que rige la repetición de nuestros actos, pues es deber de uno el rotularlo como novedoso y no tedioso, como es la mayoría de los casos. La monotonía se halla en el pensamiento repetitivo, en la mecanicidad de nuestras actitudes.
    Vemos el mundo tal como refleja el nuestro propio. Según nos sentimos, nos relacionamos, desarrollamos , etc. No hay que esperar un derby para vivir un partido con intensidad. No hay que esperar al seleccionador para entregarnos en un entrenamiento.. No hay que esperar un pase para meter un gol.
    ¨ Cada momento cuenta ¨ dicen los maestros zen, cada instante es una manifestación que debemos elevar a la categoría de sublime.  El sopor del día a día es un arrastre de nuestra mente condicionada, que regida por pares de opuestos, salta de lo agradable a lo desagradable; de lo placentero a lo displacentero; de la euforía al abatismo.
    Sin cargar con la memoria del pasado, sin proyectar cómo debe ser un futuro idealizado, la mente toma consciencia de que cada paso cuenta, que el camino ya es en sí la meta , que el hecho más corriente lleva una carga de realización, y que los actos cotidianos pueden ser magnificados si los iluminamos con la  ¨ lampara de la atención ¨.
    Cuando sentimos rutina en el día a día, debemos chequear el material de dentro. Todo un mundo de miedos, temores, frustraciones, entremezclandose entre si y alternandose el protagonismo para recrearse en nuestro espacio mental. ¿Acaso eso no es rutina? ¿Es que no se repiten los mismos automatismos?
    Pretender hacer de nuestro exterior un entretenimiento continuo es alienarse del centro que nos ancla y no potenciar ciertos desarrollos que tenemos en latencia. La actitud de vivir el instante es un bálsamo para no caer en el sopor de lo cotidiano, y de ese modo elevar cualquier acto aparente al escalafón de la sublimidad.



     

 Nota: artículo publicado el 20 de junio de 2011 en la página de entrenadores de fútbol:    http://www.modernsoccer.net/