sábado, 20 de abril de 2013

La despersonalización.

    La despersonalización junto con la desrealización, son sin duda alguna, los estados más álgidos de la ansiedad. Alcanzan el grado de delirium tremends, y se escenifica el estado ansiógeno en su versión más fantasmagórica.
    Si en la desrealización es el exterior lo que pierde consistencia, en la despersonalización es el propio cuerpo, la persona, el yo, la envoltura corpórea en la que estamos inmersos lo que se insustanciabiliza, o bien, lo aprisiona dejando al sujeto preso de su estructura psicofísica. En ese culmen derivado por factores de ansiedad, la percepción de nuestro yo alcanza otro relieve sintiendo cómo se fracciona desgarrando un malestar indescriptible.
    La persona se despersonaliza, se trocea todo su ser y pierde la capacidad de asirse a sí mismo. Se produce un sentimiento de, por unos momentos, dejar de reconocerse en uno adquiriendo una sensación de desintegración, de nulo control de desbordamiento que produce una crisis de estas características.
    Las sensaciones son de las más variadas. A veces son unos segundos, pero de una carga de intensidad que parece interminable. Explicarlo no es fácil, pues parece sacado de una película de ciencia ficción. La palabra pierde alcance, no está capacitada para transportar el significado que sólo es reproducible en el interior de uno.
    La emoción es arroyada, los razonamientos fuera de contexto, la percepción no diferencia lo percibido, no ajusta lo que es vivido a los patrones establecidos. La persona siente una desorientación descomunal, pues no se siente perdido en un lugar, sino dentro de sí mismo. Quiere escapar pero no puede, pues es su sí mismo lo que se convierte en su peor prisión. La angustiosa sensación de por instantes sentir cómo se disuelve el cuerpo, o bien cómo nos aprisiona, crea una conmoción de parálisis temérica, ya que se retroalimenta el miedo a que vuelva a producirse. El reajuste a la realidad no deja indiferente al sujeto. Ha transitado por las calles del infierno. Ha conocido de primera mano la angustia más radical.

    Ese extremo abrupto de desrealidad produce desconcierto y dubitativas sensaciones sobre lo experimentado. La despersonalización cala en lo más profundo de un ser. El yo se siente vulnerable, frágil, zarandeado sin previo aviso, diluido.
El pavor, el pánico, el sentimiento de huida..., son características comunes de este tsunami invisible hacia los ojos de los demás. La experiencia vivida sobrecoge, atrinchera y trata de predecir constantemente el suceso. Se despierta una predisposición de alerta rígida, una suposición anticipativa alimentada por la imaginación descontrolada, donde toda situación vivida despierta sospechas inherentes a una conclusión fatalista.
    Definir este estado no es sencillo, porque en ese momento el que observa ve un cataclismo que derrumba la cognición habitual. Se puede sentir una separatividad y un desreconcocimiento de uno mismo. Es como si uno se hallara de súbito inmerso en un cuerpo-mente que no le corresponde y que desconoce por completo. Atestigua sobrecogido como sus extremidades -por ejemplo- operan sin ningún control, pues es como si le hubieran retirado de su control de sí.
    El yo parece inmolarse. Es como si la estructura corpórea de la persona quedara translucida. La huella, la impronta, quedan registradas de una manera muy profunda y vivencial. Cambia el enfoque, el prisma, la manera de ver la existencia, pues nos hemos zambullido en un laberinto que no parece tener fin. Algo se transforma en quien lo vive. Ha topado con una crudeza de la que nadie le puede salvar. Puede llegar a sentirse marginado, excluido de la normalidad de lo que él consideraba que era vivir. Esa noche oscura del alma no deja indiferente. Es un shock de saberse vivo, una fiebre que delata un espíritu fragmentado.
    La despersonalización aborda cuando menos lo esperamos. Se produce una contradicción entre lo que creemos ver y lo que percibimos o sentimos. Vemos el cuerpo, pero parece desintegrarse, desmenuzarse. La agitación parece eternizarse. Se puede llegar a proyectar una sensación de locura pasajera, un atisbo de muerte inminente. Pero nada de ello ocurre, ni ha ocurrido jamás. Nadie ha traspasado el umbral de la locura ni menos aún ha muerto por experimentar crisis de angustia pánica.
    ¿Entonces, qué sentido tiene experimentar algo tan atroz? Dependerá de la persona y de su manera de arrojar sentido a lo vivido. Habrá quien lo quiera derivar a factores exclusivamente ansiógenos o predepresivos, u otras querrán incluirlas al saco de los interrogantes existenciales y con ello despertar una búsqueda en sí mismo. Dependerá de la sensibilidad o de los anhelos de carácter místico-espiritual, lo que determinará el origen de estos factores el hecho de tomarlo como una llamada a la autorrealización. De esta manera, lo experimentado de manera tan angustiosa toma un relieve distinto, se emplea para despertar interiormente a un rastreo de sentido fuera de lo ya adquirido.
    No hay adónde acudir, dónde resguardarse. De uno emerge todo y en uno debe solucionarse. Aunque lo que lo provoque pueda venir de afuera, la crisis de despersonalización se produce dentro y se vive dentro, dejando inerme la capacidad para evadirlo. Es por ello que las miras se deben dirigir al interior, a las brasas que aún no se han enfriado. Ese trabajo urge, pues lo que se experimenta no es un plato de buen gusto, y con ello, si las crisis persisten, tomarlo como un termómetro que nos alerta cada vez que se disparan las mismas.


    A nivel personal he de decir, que estas crisis angustiosas, junto con otras sensaciones, son las que me hicieron determinar el emprender senderos de búsqueda interior. Solía acabar en urgencias con veinte años, y me iba del hospital igual que como entre, sin ninguna respuesta. Las preguntas engordaban dentro de mí. Me preguntaba qué era lo que me pasaba, si eran rasgos de locura que nadie podía catalogar por mí. Llegaban a sacudirme de tal manera, que llegué a convencerme de que no iba a ser capaz de hacer vida normal como yo la entendía. Era tal su brusquedad que me petrificaba en el momento en que realizaba cualquier tarea, cualquier función. Cuando menos quería, más me daba, porque mi mente hacía de aliado anticipando lo que pudiera ocurrir.
    Es un sufrimiento innecesario. Solo conduce a una agitación desmesurada en el que el cuerpo físico también paga un coste elevado. Por ello, ahora, puedo decir que puede ser controlable, que hay esperanza, que no es la maldición de la vida haciéndonos vudú.
    Hay que movilizarse y apuntar a la mente para que se convierta en aliada nuestra y no quede en manos de la ansiedad. Hay métodos. Hay yoga, tanto físico como mental, ejercicios de control respiratorio -estos son con los que he notado bastante mejoría-, realizar ejercicio físico, cambio de actitudes y de tomar las cosas, y una larga enseñanza que nos va transformando y realizando. También, cuando a veces me asalta este tipo de crisis, trato de vivirla -que es muy difícil- o de recordar a la mente que si hace tan sólo cinco minutos me encontraba bien, ¿por qué no ahora? Es un truquillo que de alguna manera me vuelve a reajustar a mi realidad presente. Después trato de olvidarlo y simplemente recordarme que debo intensificar mis prácticas porque aún quedan residuos.
    Si estás leyendo este artículo y todo esto te sucede, no te sientas víctima, al contrario, tienes ante ti la mayor excusa para comenzar a conocerte e investigarte. No veas a la existencia como un teatro en el que no representas nada, quizás te lance pistas para integrarte en un camino.
    Yo quise llevar estas experiencias al marco de la espiritualidad, del autoconocimiento, de realizar una realidad que aún se me escapa... Jamás pensé siquiera que lo reconociera, pero es algo que ha conformado mi personalidad y mis anhelos, mis prioridades y mis afanes.
    ¿Y tú? ¿Qué sentido piensas darle?