sábado, 12 de mayo de 2012

La madurez.

    Envejecer es inevitable, madurar no. Alcanzar la vejez es permitir a la naturaleza completar su plan; madurar es implicarse en un desarrollo transformativo donde nadie puede hacerlo por nadie.

    Hay una diferencia muy notable entre la persona anciana y la que ha madurado. En una persona madura no sólo ha cambiado la carcasa, sino quien la habita. En cambio, una persona podrá haber envejecido, pero internamente se siguen manteniendo los mismos rasgos que lo conformaban décadas atrás.


    La vida puede convertirse en un tránsito que nos acerque poco a poco hacia la muerte, o en cambio, convertirse en un camino donde la persona proceda a hacer de su recorrido una vía de transformación y desarrollo. Madurar no es gratuito, hay que estar presente. No se genera a nuestras espaldas ni por un descuido. Es un florecimiento arduo donde se debe ser consciente de cada momento en que es regado. Nadie madura por accidente. Puede alguien parecer madura en apariencia, pero en esencia mantener los mismos condicionamientos arraigados que impiden evolucionar en la senda de la maduración. Madurar no es acumular experiencias, sino extraer la sabiduría de las mismas. La madurez no es haber agotado años con un gran cúmulo de sucesos vividos, sino haber alcanzado cierto grado de plenitud y haber comprendido de una manera profunda la dinámica de las circunstancias. Esa extracción enriquece un conocimiento que está más allá del intelectivo, pues al ser experiencial, sólo le pertenece a quién lo ha vivido.

    Una persona que no ha transcendido el conocimiento intelectual, se ha quedado a las puertas de otro que está más allá del meramente ¨prestado¨. La diferencia radica en que uno se va pasando de unos a otros, y el experiencial nace del núcleo más interno de uno, que al haber sido removido y descolocado, adquiere la manera de volver a situarse dando un nuevo modo de anclarse, y no dejándose arrastrar por lo que antes le zarandeaba con tanta facilidad. Ese ¨haber transitado por un camino¨, despliega un potencial oculto para facilitar la lección aprendida y no tener que volver a retroceder, para de nuevo, recuperar algo que hubiéramos dejado atrás.

    Para entender la madurez, primero hay que entender qué no lo es. Alcanzar el destino no significa haber disfrutado del paisaje. Alcanzar una cuantía de edad no significa haber progresado en la realización de uno. Se puede haber aprovechado esos años para alcanzar logros, aspiraciones y un montón de cúmulos materiales. También para ir depositando en el desván de cada uno, todas las experiencias vividas y creer erróneamente que sustentan nuestra privilegiada madurez. La madurez no es un archivo para acceder a cada una de nuestras vivencias y recordarlas como que estuvimos ahí. La madurez va más allá de un historial psicológico, pues nadie guarda las cáscaras de una naranja, inteligentemente sólo se aprovecha el zumo. Se confunde el cúmulo de años y el haber vivido antes ciertas cosas con la madurez, cuando en el fondo no es más que una demarcación en la existencia. Si alguien ha nacido antes que otra no le sitúa en un peldaño de madurez, lo que sí indica es que ha dispuesto de más tiempo para alcanzar dicho peldaño, y serán sus actitudes lo que mostrará si ha llegado a conseguir ese escalón. Si una persona ha estado antes en un lugar, nos podrá decir que se encuentra uno allí, pero el síntoma de madurez no es el conocimiento previo de ese lugar, suceso o circunstancia, sino su comprensión y entendimiento de con qué actitud afrontar dichas parcelas.

    Todo queda dentro. La madurez es una construcción en las que sus cimientos se originan en el interior de la persona. Se derrumban y se vuelven a construir. Es un proceso lento y de reconversión a cada momento. La madurez no alcanza un culmen extático y petrificado. Es un proceso envuelto en la dinámica acorde con los compases de la vida. No es un proceso paralelo al devenir cotidiano, sino que necesita del mismo para ponerse a prueba y desenmascarar todo aquello que parecen ser capas de madurez y que en el fondo impiden su acceso y desarrollo.

    La madurez no es un escaparate. No sirve para imponer y aunar todas las consideraciones. Una madurez así habría que ponerla en tela de juicio, pues su envoltura no nos asegura un dulce para ser digerido. La persona madura no alardea de ello, pues entiende que aún le queda por madurar. No lo utiliza para hacer de menos al resto y exhibir un rango de superioridad que dista mucho en quienes les rodea.

    La madurez es sencillez, humildad y no un revestimiento de sofisticación. La madurez no es una coraza rígida, sino todo lo contrario, un estado de apertura. La persona madura halla en sí misma todas las habilidades para manejarse con las circunstancias de la vida. En él se han ido forjando todos los recursos y el paso del tiempo se convierte en una herramienta más para el auto aprendizaje y el desarrollo. El tiempo transcurrido no se convierte en un aval de muestra, no es un dinero ahorrado, sino una dimensión en el que los hechos han incitado la transformación y han encauzado los enfoques y cambios de actitudes de la persona, y que además han permitido el tránsito de las circunstancias debilitando la fricción y ganando la batalla al bienestar a pesar de todo. La extracción se convierte en sabiduría, no porque sea el resultado de los acontecimientos vividos, sino porque han permitido despertar en nosotros las modificaciones que nos hacían falta y han catapultado otra manera de entendimiento más acorde con el lenguaje existencial.

    La persona que transita la senda de la madurez ha ido perdiendo toda clase de enemistad. La madurez es integración y falta de división. Es tomar las riendas de la responsabilidad de cada uno sin tener que cargárselo a las espaldas de nadie. La madurez es el anfitrión perfecto para las vicisitudes de la vida, pues ese prisma permite vivirlo desde otro enfoque y punto de vista. La madurez no es reprimir ciertos estados por el ideal maduro. Es una ubicación dentro de un margen de entendimiento donde no queda el sujeto desprevenido ante los acontecimientos.

    Es síntoma de madurez y de salud emocional los estados de visión cabal, ecuanimidad, sosiego ante los imprevistos, desarrollo de la capacidad de entendimiento y ponerse en el lugar de los demás, comprensión, contento interior y predisposición a cooperar con los demás. Son síntomas de inmadurez rasgos como envidia, celos, animadversión, reacciones desmesuradas, falta de comprensión, egoísmo, alardeo de cualidades de las que se carece...
    Un hecho puede ser el mismo, pero no será igual recibido por la persona madura que por la inmadura. Ante el mismo hecho o circunstancia se pueden volcar todo tipo de conflictos o por el contrario, observarlo y desarrollar la capacidad de comprender y proceder a su arreglo inmediato. La persona madura no se aflige constantemente, sabe coger y soltar a cada momento. Entiende la diversidad de los fenómenos y trata de dejar cierto margen ante los mismos. Cuando hay que llorar, llora; cuando hay que reír, ríe. No está programado para actuar de un determinado modo según la conveniencia del momento. Reacciona al instante y con la vivacidad observada desde la consciencia, pues agarra la impulsividad y no permite una anómala respuesta.

    La persona inmadura se mueve en una dirección de rutina diaria -independientemente a sus actividades-. Presta sus energías a las lamentaciones -hablamos de las repetitivas y neuróticas- y no procede a escalar otro nivel psicológico. La persona que cree ciegamente que es madura tampoco ofrece un avance en su evolución, pues detenido en su convencimiento no divisa otras alternativas que le permitan salirse de su estancamiento emocional. La persona que va madurando y que entiende que ese camino nunca se detiene, ve con otra perspectiva las cosas. Todo pasa por un filtro mezclado de comprensión e intuición que le permiten acceder a  procederes menos equívocos y ajustados a guardar su integridad sin dañar la de los demás.
    En la senda de la realización de sí, la madurez va acompañada de la mano de la consciencia. La consciencia es la herramienta que permite enfriar todo aquello que no deja evolucionar a la madurez. Son rasgos internos que todos arrastramos y que en su brote nos hacen retroceder por convertirnos en presa de nosotros mismos. Su observancia y detectación, permiten ser enfriados y dejar emerger otro tipo de reacción más cercana a la calma y no tan aproximada a la agitación. Incluso el sufrimiento es vivido por la persona madura, pero con otra reacción. La pena también es vivida por la persona madura, pero con menos aversión. Todo entra en cabida, pero la madurez nos hace más dueños de nosotros mismos y es una especie de ancla ante los torbellinos emocionales procedentes tanto del exterior como del interior.

    El buscador rastrea la madurez como símbolo de su eje que nunca ha dejado de estar, pero que por identificación no nos conseguimos ni asomar. Busca y busca la madurez espiritual, no como un rango ni como una obtención recompensatoria, sino como un acceso a su naturaleza más real, distando de las deficiencias emocionales que no hacen más que entorpecer la senda de la realización.

    La persona madura suelta la carga del saco de las experiencias y se queda con lo provechoso de las mismas. Libre de lastres sigue con su camino; no tiene más posesiones que la de sí mismo. Su pasado le recuerda quién es ahora, pero no lo rumia constantemente en memorias pretéritas. Su corazón no está atrincherado por las heridas recibidas, sino que mantiene una actitud compasiva hacia el resto -que eso no difiere que no vele por sus intereses-, y trata de hacer de su experiencia, a veces amarga y otras dulce, un valioso tesoro donde él ha guardado dentro, el más preciado valor que jamás nada ni nadie pueda nunca sustraerle.