domingo, 10 de febrero de 2013

El duelo.

    La vida, en sus múltiples variables, ofrece una de las más desgarradoras: perder a un ser querido. La muerte alcanza a todo ser sintiente, y hasta que llegue a nosotros, nos tocará vivenciar cómo interviene en los seres más allegados.


    La muerte nos arrebata, se lleva y nos deja la brisa del desconsuelo y la tristeza más profunda. La muerte de un ser querido, o cercano, es un tremendo shock envuelto de desconcierto. Ante una noticia de fatal pérdida, la conmoción queda palpable en el ambiente. Es la fricción que refleja el lado más amargo de la vida, el golpe más duro, la huella que nunca se borra.

    Ante lo que desbarata la muerte se produce algo consistente y duradero: el duelo. Vivir el duelo es permitir que la propia vida siga su curso con un pasajero menos, es continuar hacia otro andén a sabiendas de que la persona duelada no está entre los viajeros. El duelo convierte la existencia en un momento que se repite sin color.
    En el comienzo aún uno no ha recaído en creer en el suceso tal y como ha sido. Se mantiene cierta esperanza inconsciente de que quizás se produzca el encuentro. Es en la crudeza del tiempo que va pasando, cuando se va tomando consciencia de la falta, y es en el sobresalto de la realidad en donde se va incorporando esa ausencia de la persona desencarnada.  Esos choques de recordatorio van terminando por encajar una pieza invisible inmersa en la cotidianiedad.


   No sólo embarga la tristeza y el penar, también la indignación y la resignación. La falta de aceptación en comprender la conclusión final del devenir, pone en marcha el mecanismo del dolor profundo y sentido de la pérdida. El desánimo y la falta de energía insuflan el duelo con su manto acaparador.

    El duelo puede ser vivenciado de muchas maneras. Desde el duelo convencional, tradicional, duelo multitudinario, y luego está el duelo individual de cada uno y donde nadie puede vivenciarlo por otro.

    Cuando se vivencia un duelo se puede percibir el roce del aroma que deja al pasar la cercanía de la muerte. Por momentos nos recuerda la futilidad de nuestras preocupaciones, lo insustancial de nuestras cuitas. Pero todo ello se diluye cuando nos sumergimos de nuevo en el afán diario. Entonces el recuerdo se convierte en nuestro fiel acompañante.

    El duelo trae consigo diversos mensajes. Desde el que hemos mencionado de sentir de cerca la presencia de lo contigente y recordarnos que todo trayecto alcanzará su fin, y también, el valorar las cosas en vida y no esperar a que alguien no esté para engrandecerle. La muerte con su duelo nos previene de que no serán las cosas para siempre y, aunque nunca hay que caer en la hipocondría ni mucho menos, sí al menos extraer el aprendizaje de dar valor a la vida.

    El duelo va más allá de una despedida. Es la reconstrucción de un tsunami tanto exterior como interior. Dependerá de la demarcación en la que estemos con la persona extinguida lo que nos llevará a un tipo de dolor u otro, además, cómo no, del cariño o afinidades que tengamos. El duelo convierte el sendero de la vida en un camino de barro. Es difícil hacer algo sin el recordatorio presente, y difícil aún más no caer en la lamentación de que el tiempo que transcurre, y del que disfrutamos, ha dejado excluido al ser que añoramos.

    La sensación de lo injusto, de impotencia, entre otras, no es más que el hecho incontrovertible de que la vida ofrece giros, descolocaciones. La muerte atraviesa eliminando expectativas, desarticulando ilusiones. Pero también nos recuerda nuestra fragilidad, nuestra finitud, y nos debe servir hasta su encuentro para querer mejorarnos y desarrollarnos. El duelo debe ser vivido con consciencia -que es lo más difícil- y por sí mismo hará que el paso del tiempo permita recuperar su cotidianiedad incorporándola en el día a día por añadidura.

    El recuerdo doloroso debe, poco a poco, dejar paso a la memoria imborrable de la persona. Su recuerdo será perdurable en nuestros corazones. Su historia finalizada pasará a formar parte de la nuestra. Su ejemplo, sus valores, su ser..., todo ello debe prevalecer en nuestra memoria.
    Su huella no será borrada por la marea. Simbolizará su paso en este plano de vida; habrá dejado su firma. De ese modo el duelo alquimiza la muerte convirtiéndola en orgánica, dejando entonces que la esencia del ser querido o cercano, se esparza en cada recoveco de la existencia.