domingo, 22 de noviembre de 2015

La hipocondría.

Dentro de los estados de neurosis, existe uno muy llamativo denominado ¨Hipocondría¨. Puede llegar a ser una enfermedad obsesiva que, paradójicamente, surge del miedo a estar enfermo y donde la persona comienza a presagiar y a infundirse temores sobre su salud.

    Presupone que algo no va bien y anticipa un deterioro de enfermedad catalogándolo de calamidad. Todo puede comenzar con una pequeña hipótesis, una teoría por evolucionar, una breve idea de lo que está por llegar y acabar la persona por convencerse a sí misma de que contiene un mal de salud que ya no se puede remediar. La pequeña suposición acabar convirtiéndose en una sospecha continua que va quedando en el trasfondo de manera residual sobre la cotidianidad del día a día. Acaba enquistándose y petrificándose como un pensamiento fijo volviéndose un eje central a medida que se van sucediendo los acontecimientos.

    Esa tortura de no saber a ciencia cierta si uno está enfermo pero acabar convencido de ello, roba frescura, vitalidad y ensombrece el ánimo. Es la etiqueta invisible que lleva el hipocondríaco colgada a todas partes, es la posibilidad aún no materializada en un diagnóstico por realizar. La imaginación se desborda y se pone al servicio de la ¨terribilidad¨. La vida ya no parece tener ningún sentido estando desarrollando una enfermedad, y se convierte lo que queda por vivir, en un tránsito a la espera del proceso del padecimiento. << ¿Para qué voy a disfrutar si seguramente estoy enfermo? >>. Se repite una y otra vez el hipocondríaco.

    Todo comienza con el menor síntoma. El sujeto se informa de cualquier indicio de enfermedad, trata de anticiparse y acaba atando cabos hasta llegar incluso a experimentar en su cuerpo los presagios amenazantes. Puede llegar a convertirse en algo muy perturbador, en una conducta en la que la persona acaba atrapada y no puede salir sólo por el simple hecho de proponérselo. La preocupación se va enraizando y cualquier mínimo dolor, cualquier erupción en la piel, cualquier contacto con agujar u objetos de vías de transmisión, cualquier gesto en el rostro del doctor, todo ello, se vuelven detonantes que despiertan el miedo atroz a una enfermedad que pudiese estar en latencia.

    El desarrollo vivencial se vuelve, pues, en una cuenta atrás hasta el desenlace final. Vivir se convierte en la oportunidad perdida que fue robada por una supuesta enfermedad. Es el no retorno hacia un estado de salud que diese por merecido el derecho a ser feliz. Pero el hipocondríaco que se pone siempre en el peor de los casos, convierte la enfermedad en la mayor catástrofe que le pudiera suceder. Siente que ha quedado huérfano de plenitud, ningún instante merece ser completado de satisfacción siempre y cuando perdure la duda y ensombrezca la sospecha con su acto de presencia. Es un temor camaleónico que se reviste de cualquier momento y circunstancia.

    Si el hipocondríaco se viese desde fuera, se echaría a reír, pero inmerso en su prisión psicológica, lo que siente y experimenta no le saca la más leve sonrisa. No se trata con ¨no lo pienses¨ o ¨vive la vida¨, como seguramente le aconsejen en su entorno. Cuando el miedo se retroalimenta sobre una enfermedad, la sensación no es sólo mental, sino que impregna el cuerpo, los órganos, se adhiere convirtiendo el esquema corporal y el sistema orgánico en una caja de resonancia donde retumba una y otra vez el eco del aviso del desorden o malestar.
 

  Ante el augurio hipocondríaco se deben razonar varios aspectos. El primero a nivel interno, es decir, de dónde proviene realmente la actitud alarmante. Quizás hay condicionamientos o improntas que quedaron en nuestras retinas y que despertó un pavor en nosotros. Quizás la idea de no ser merecedores de nada bueno y que estamos condenados a un mal mayor. También puede existir un sentimiento de culpa derivado de haber convivido con alguien con una larga enfermedad o haber visto morir a personas cercanas. También el no haber cuidado la salud o haberla puesto en riesgo, y con ello, esperar una sentencia diagnosticada.


    Otro aspecto a razonar o comprender, es el factor externo a convivir con una enfermedad. Si a un enfermo real le contasen la experiencia de un hipocondríaco, cuanto menos soltaría una carcajada o puede que le diese una lección de superación personal y de encarar la adversidad. Era el sabio Ramana Maharshi quien decía: <<El cuerpo ya es en sí la enfermedad>>. En efecto, donde hay cuerpo ya existe la enfermedad. Él mismo tuvo cáncer de brazo y no perdió su talante equilibrado. Y es que enfermedad y salud son dos caras de la misma moneda en donde
Buda también declaraba que nadie escapa a la enfermedad, vejez y muerte.


    Nadie, absolutamente nadie, está excluido. Por eso hay que hacer un gran trabajo de aceptación y fluidez con esa incertidumbre, e incluso es más, si no hay nada que realmente lo diagnostique, poner la mente a nuestro favor trabajando el contra convencimiento de que estamos sanos (aunque un hipocondríaco pensará que las pruebas hechas son fallidas o que ha habido un traspapeleo de resultados) y que sentirnos bien y plenos viene derivado de que pongamos los medios emocionales adecuados.

    Si la enfermedad llega, se despertaría un reto, que es el de estar sanos y recuperar la salud o vencer la enfermedad. El reto sería también en convertir el recorrido de lo que nos quedase de vida en instantes plenos y felices. Nada fácil, pero debemos reconducir actitudes y puntos de vista porque en el peor de los casos, todos tenemos recursos que desconocemos por completo. Incluso aceptar la muerte, que será siempre el desenlace final, puede eliminar esa carga excesiva de temeridad, ya que de esta vida con tanta demanda de salud, nadie saldrá viva.
    La hipocondría puede ser tratada por grandes profesionales, pero no para convencerlas de que no tienen ninguna enfermedad, sino para hacerles ver que en el caso de tenerla pueden ser plenos, felices y completos.