lunes, 30 de junio de 2014

El diálogo mental.

    Si algo nos acompaña en todo momento cotidiano, es sin duda alguna, la charla continua del pensamiento. La voz espectral que nos envuelve y acapara se va ligando hasta conseguir un encadenamiento de pensamientos, creando un dialogo interior como sonido de fondo en nuestras vidas.
    De manera constructiva o inspiracional, el pensamiento enriquece nuestro bienestar y, alimenta el sinfín de ideas para un correcto uso de las mismas. En ese caso, el dialogo interior está a favor y nos acompaña amistosamente como un buen amigo a nuestro lado. De esa manera, el pensamiento y su discurso íntimo, se encuentra en armonía sin tratar de acaparar más de lo que le pertenece. Es un aliado que nos orienta, nos inspira y edulcora con su presencia.
    Pero la mayoría de nosotros podemos caer presa de ese tráfico pensante. No vemos la manera de cruzar la vía entre un vehículo y otro, pues llega a ser tan mínimo el espacio entre ellos, que ni una rendija se genera para poder colarnos. Llevado a un contexto pensante, el pensamiento y su discurso puede llegar a ser asfixiante, acaparador y sabotear nuestros mejores momentos.
    El diálogo nos hipnotiza, y lo que es peor, nos hace adictos al mismo. El pensamiento se corona como rey de nuestro reino interior y su discurso nos arrastra de un lado hacia otro. A su servicio se presta el ego menos cooperante, que mediante la vía de la construcción del pensamiento, utiliza dicha herramienta para condicionar y sobreponer sus argumentos.
    El sujeto cree ser el gobernador cuando, en el fondo, es el gobernado. El dialogo pensante se convierte en un continuo río de caudal alto, donde se saca a la luz una y otra vez, temas que nos torturan y frustran cualquier intento de fluidez en la circunstancia presentada. Así, de esa manera, muchos instantes son derrochados en la atención prestada al pensamiento discursivo.
    Las energías son malgastadas en esa escucha permanente, como a la espera de algo nuevo, de alguna resolución no antes creada. Lo cierto es, que un dialogo no sometido a la luz de la consciencia, se convierte en un jinete salvaje y difícil de domar. ¿Cuántas son las personas que sienten truncadas su felicidad por una mente caótica y difícil de manejar?

    El problema no es pensar, sino en no manejarnos con el pensamiento. El problema no es el pensamiento, sino el pensamiento incontrolado. No es fácil darse cuenta, porque es mucho tiempo siendo esclavos de una mente en la que nos identificamos por completo. Se ha convertido en dueña y trata de engatusarnos constantemente con consejos poco fiables. El pensamiento no dominado es un asesor del cual hay que desconfiar, pues no está regido por la lucidez ni la reflexión consciente, sino por impulsos egocéntricos donde predominan ciertos afanes vengativos o maneras de ajusticiar lo que consideramos injusto.
    Las emociones acompañan, son el detonante de lo que sentimos al identificarnos con estas corrientes pensantes. Se disparan sensaciones que pueden ser gratas o ingratas. Las ingratas alimentan el dolor almacenado y sirven de catapulta para que de nuevo el motivo surja para que un dialogo se repita. Así es como se produce en nosotros cierto hastío, cierto agotamiento y asfixia ante el run run mental. Nos vemos acorralados sin un espacio que nos libere de prestar atención al pensamiento impositivista que se crea en nosotros. Parece que no hay elección, mucho menos, escapatoria, y se merma en nosotros la posibilidad de una transformación, de una opción de libertad interna, donde el ¨yo¨ quede un poco al margen de lo que se piensa, y donde pueda observar sin ser arrastrado, sin identificarse y con la posible elección de desviar la mirada de esa autopista de pensamientos.

    Parece utópico porque no entendemos ser, sentir o vivir, sin el ruido de fondo del pensamiento. Parece que sin él no somos nadie, es más, parece que lo que realmente somos es el pensamiento y nada más. Pero al ser tomados por el ruido pensante ya no estamos presentes, porque el pensamiento se maneja en pasado o futuro, ya que el instante tal y como es, no le ofrece un espacio para situarse. El presente no da cabida para un dialogo rumiante de pensamientos inconclusos. El poder transformativo de estar presente genera un espacio ante el pensamiento, donde toma una posición más secundaria. Ya no arrebata nuestra mirada, ya no ensordece nuestra consciencia embotándola y agotándola. Ese espacio, al observar el pensamiento sin identificarnos, nos da cierto respiro, una brisa fresca y reparadora, y una ruptura de las cadenas que antes nos forjaban.
    La atención consciente facilita que cuando somos arrebatados por una corriente pensante, podamos alejarnos interiormente para situarnos en un puesto de observancia. Desde ahí, el poder hipnotizador del pensamiento no es tan imantador, pues al haber distancia, cierta lejanía, se rompe una identificación que nos sometía por completo y nos empañaba la visión haciéndonos creer que no había otra cosa donde dirigir nuestra mirada.
    El espacio entre pensamientos es la esperanzadora dimensión donde se vislumbra una percepción de una realidad lejos de la dualidad en la que somos zarandeados por falta de ubicación interior. Cuando emerge el estado de presencia se eleva la consciencia, y con ello, una manera de distanciarnos de todo ese contenido asfixiante y ruidoso.

    El entrenamiento mental, como la meditación, permite esa observación que nadie puede hacer por nosotros. Es la identificación ciega la que nos hace creer que nuestra esencia es lo que pensamos, cuando paradójicamente, su cesación revela otro modo final de ser y existir.