sábado, 6 de febrero de 2016

El fenómeno de la transitoriedad.

Todo cambia, todo muda, nada permanece estático. Los ciclos se presentan, las etapas se finalizan y la vida toma un carácter sometido por la ley de lo transitorio. El cambio es lo único permanente en un escenario donde el decorado es reemplazado una y otra vez constantemente.

    La ley de la transitoriedad es inexorable, intrínseca a la existencia misma. En su propio dinamismo se sustenta. Nada queda estático sin estar envuelto bajo el manto de la impermanencia. La transitoriedad encuentra sus márgenes en las dualidades, en los opuestos y en el desarrollo fenoménico. Todo cambia continuamente a nuestro alrededor, pero curiosamente nuestra percepción se niega a comprenderlo, dando por sentado todo aquello que se está continuamente renovando.

    Vivimos acaparados por la idea de lo perdurable, de lo permanente, de querer agarrarnos a lo eterno. Sabemos que el tiempo pasa, pero creemos que tan sólo afecta a los demás. Se nos escapa la comprensión profunda de detectar lo poco perdurable que pueden ser las cosas, haciendo de la vida una imagen retenida, una fotografía que no se altera. Damos por hecho lo que ya de por sí está cambiando.

    Cambian los escenarios, las actividades, las relaciones, los estados de ánimo, las percepciones, las ideas, y así un sinfín de planos y eventualidades. Nosotros ya no somos quienes fuimos, ni somos quienes seremos. Todo muta sin poder controlarlo, al margen de nuestros deseos y voliciones.

    Ahora sentimos una emoción, después otra. El amigo se convierte en enemigo, el enemigo más adelante nos ayuda. Lo que parecía la peor noticia, con el tiempo se convierte en oportunidad. La vida es fluidez, renovación constante. Un dicho de Heráclito reza que nunca te bañarás en el mismo río dos veces. Lo único que se estanca es nuestra percepción, nuestros petrificados ideales, nuestra visión de las cosas que no alcanza el compás ni el ritmo de la melodía existencial.

    Nuestro pensamiento quiere seguridad, un suelo fijo donde aposentarse. Buscamos adherirnos a lo seguro en una esfera de constante mudanza. Todo ello deriva miedo, inseguridad, y un apego rígido hacia todo lo que de por sí tiende a ser modelado. En mitad del arroyo nos agarramos a una rama a punto de quebrar, en vez de manejarnos con las aguas que nos empujan y aprender a reconciliarnos con ellas. La vida golpea contra nosotros y mantenemos una actitud de bloqueo, de sujeción a esa rama que consideramos irrompible. Llegará un momento que, o bien se quiebra la sujeción, o aprendemos a soltar para volver a retomar la fluidez de la que nos habíamos apartado.

    Para la mente, la transitoriedad es un fenómeno que no termina de captar. La mente necesita de lo fijo, de lo inmutable para tener donde adherirse. Necesita de las creencias en determinados patrones y de la proyección según los esquemas en los que se basa. El cambio le frustra, le tambalea, derriba sus cimientos. Lo mudable, lo transitorio, todo ello se desarrolla en el presente y es ahí de donde la mente quiere escapar. Prefiere basarse en lo ya vivido o en lo que está por llegar, porque de esa manera hay un margen para edulcorar las experiencias. El presente es un suelo que se hace añicos a cada instante, por eso la mente y el ego, en él no pueden mantenerse.

    Aceptar el cambio es conectar con un dinamismo que se produce al margen de nuestros favoritismos o de nuestra postura de cómo deben ser las cosas. Es acrecentar nuestra mirada para abarcar todas las posibilidades que ofrece la transitoriedad. Si nada pasara, un dolor de cabeza sería para siempre. La transitoriedad ofrece aprendizaje, desprendimiento a cada instante, muda psíquica. Ofrece la posibilidad de crecer y deprendernos de una parte de nuestra personalidad que no nos ayuda en nuestra evolución. Ofrece el entendimiento correcto de una comprensión más reveladora sobre las fases en las que se desenvuelve la vida.

    Si todo cambia, si todo transita, ¿a qué apegarnos? El desapego permite ligereza en vez de fricción ante las circunstancias dadas. Permite cortar con las ligaduras invisibles que tanto nos esclavizan emocionalmente. Ya puede ser el apego a personas, a placeres, a ideas, etc... Al final lo único que se mantiene es nuestra ligadura creada, y a sus espaldas, se desarrolla el fenómeno cambiante.

    La existencia rige con sus ciclos, invierno/verano, día/noche, y así se van completando los decorados en los que estamos inmersos. Si queremos alcanzar lo eterno no debemos mirar afuera. El tiempo condiciona y rige. Según el controvertido Osho: ¨ La eternidad no es duración en el tiempo, sino profundidad en el momento ¨.

    Ahí debemos investigar para acceder a esa intemporalidad libre de condicionantes. El momento ofrece algo más que una situación que resbala ante nuestros ojos. Encierra en sí mismo el acceso a una dimensión no salpicada por la fluctuación del dinamismo. El acceso es tan estrecho que no entra ni un pensamiento, ni una sola idea, tan sólo un estado de consciencia alerta.

    Si estamos más conscientes penetraremos en una profundidad en la que ninguna sola onda nos agitará, en la que la condición del cambio tenga un acceso restringido, y se pueda presentar así un estado bien distinto del que está regido por el fenómeno de la transitoriedad.