miércoles, 23 de marzo de 2011

El sufrimiento.

    El sufrimiento es un gran tema a tratar. Forma parte de una polaridad de la vida que engendra un dolor en la persona que lo padece. Porque hay dicha hay desdicha; porque hay alegría hay tristeza; porque hay placer hay dolor. Todo forma parte del curso de los acontecimientos, donde se van alternado toda clase de sensaciones y dependiendo de nuestra percepción, las clasificamos como gratas o ingratas.
   Somos seres sintientes y como sentimos, el sufrimiento tarde o temprano nos alcanza y, de alguna manera será nuestro trabajo interior el que lo neutralice o enfríe.
   Se puede catalogar el sufrimiento de varias maneras: el inevitable, el evitable, y el que provocamos a los demás. Hay muchos tipos de sufrimiento y entre ellos el que crea la mente de manera inútil y descontroladamente.
   El inevitable es aquel sufrimiento que viene dado por la dinámica existencial y su condición de flujo continuo. La enfermedad, la vejez y la muerte ( como anticipaba Buda ) son los mensajeros que vienen a recordar la vulnerabilidad y finitud en este plano de vida. Son hechos incontrovertibles, y aunque podemos poner los medios para ralentizar, y mediante el cultivo de la salud evitar su alcance prematuro, el hecho es que estamos yendo ya hacia ellos y será nuestra actitud la que no causará más conflicto innecesario.
    El evitable es aquel que sumamos con nuestra mente incontrolada. Como dice mi maestro de yoga Ramiro Calle: ¨¡Cuanto sufrimos por no querer sufrir!¨ . La reactividad que produce nuestra mente conlleva samskaras, que es la impresión subliminal que queda como un poso. Es como dejar un huella en la arena y con el pensamiento repetitivo lo que hacemos es endurecer ese surco que acaba fosilizándose. Se retroalimenta con nuestra atención, que hace una aportación extra de energía hacia el pensamiento neurótico. El sufrimiento evitable es el que tenemos la opción (aunque no lo parezca por la identificación) de no implicarnos. Supongamos que alguien nos insulta. El insulto lo recibimos y reaccionamos ante la sensación de aversión. Etiquetamos el insulto como algo que no tenía que haber pasado, con lo que nuestra inclinación de rechazo es lo que hace que nos esclavice en sí. La reacción da paso a la sensación desagradable que experimentamos y si lo alimentamos con el pensamiento, conseguimos que para el próximo insulto se despierte el samskara. La huella deja un recuerdo de dolor, y ante ese recuerdo evitaríamos que nos insultaran, siendo lo más terrible que nos podía pasar. Este ejemplo puede ser extensible a cualquier otro. El insulto dura segundos, el recuerdo constante puedes ser días, meses e incluso años. Quién es el enemigo, el que nos ha insultado, que lo ha hecho una vez, o nosotros mismos que nos lo repetimos constantemente tratando de buscar justificación alguna.
    La mente juega un papel fundamental en este tipo de sufrimiento, ya que acarrea condicionamientos (vasanas) que interfieren en nuestra percepción, distorsionándola y añadiendo un extra de dolor.
    El que proporcionamos a los demás es el resultado (si se hace sin intención) de negligencia y falta de atención, más que por perversión consciente. El hecho de existir ocupa un espacio en la existencia que puede crear conflicto de intereses con las demás personas. Falta de comunicación, males entendidos, rencores, críticas y una largo etcétera, crean una desarmonía en el ámbito de las relaciones. Si cada uno se preocupara de su universo interior sería más fácil la relación con los demás , pues sería de ser a ser y no de ego a ego.
    Cabría preguntarse hasta qué punto el sufrimiento esconde una señal, un indicativo de hacia dónde dirigirnos. Una cosa es el sufrimiento estéril e innecesario, fruto de una exarcebada sensiblería, y otro, el que se nos presenta de súbito y nos termina por alcanzar. El sufrimiento acarrea códigos evolutivos que nos hacen percatarnos del mismo, y así asegurar la evolución de la especie. Pero ¿qué sucede con la gran masa de sufrimiento innecesario que todos acarreamos y del que nos es imposible desprendernos?
   Indagar en el sufrimiento es viajar hacia dentro. Ver quién es realmente el que sufre, por qué sufre, qué condiciones se presentan para sentir dicho sufrimiento. El sufrimiento se presenta y nos identificamos ciegamente, tomamos el hecho de una manera tan vivencial que dejamos de ser nosotros mismos para ser el sufrimiento.
   Hay quien por querer explorar este tema se le tacha de pesimista y negativo. Yo no lo creo así. Si los médicos no se hubieran enfrentado a las enfermedades mirándolas a la cara, que duda cabe que no se habrían puesto los remedios para enfrentarlas. De la misma manera, hay que encarar el sufrimiento, saber que existe, que no sólo sufren las demás criaturas sintientes, sino que tarde o temprano también nosotros. No hay que caer en la aprensión, sino ejercitar el trabajo interior para que una vez llegue, como un buen anfitrión,  podamos recibirlo.
    Con ánimo firme, con mente serena, con equilibrio interior. Así el sufrimiento se vivirá de manera más consciente, incluso tratando de instrumentalizarlo. Hasta la persona más sabía sabe que el sufrimiento no le excluye, pero vive con tranquilidad sin apesadumbrarse. Perteneciendo a una entidad psicosomática, sabe que sus agregados están expuestos a la extinción, pero no se aflige, simplemente observa como un testigo inafectado.
   Buda ya declaraba, hace dos mil quinientos años, las Cuatro Nobles Verdades. Éstas indican que el sufrimiento existe, que hay un motivo por el que se sufre, que el sufrimiento se puede extinguir, y la manera o vía que conduce a ese estado es el Óctuple Sendero o Camino del medio. Buda se centró de lleno en el sufrimiento, pues para él, cualquier tipo de abstracción o discusión metafísica le resultaba irrelevante. Exhortaba a sus discípulos a quitarse la espina que es el sufrimiento y en referencia a esto contaba la siguiente anécdota:
   << Supongamos que un hombre es alcanzado por una flecha, y sus compañeros, amigos y parientes hubiesen traído un cirujano para curarle, y el herido le dijese: ¨Ah, no! Nada de sacarme la flecha mientras no sepa quién me ha herido: si es de casta de guerreros, de sacerdotes, de plebeyos o de siervos; cómo se llama y cuál es su linaje; si es alto,  bajo o mediano...¨ ¿Qué duda cabe de que éste moriría antes que pudiesen contestarle a todas sus preguntas?>>
   Lo que verdaderamente urge es eliminar el sufrimiento, o dicho de otro modo, aprender a relacionarnos con el mismo. El sufrimiento también salta del pasado al futuro con memorias dolorosas, preocupaciones anticipadas... Para la mente, el caso es enredar y enredar, tejiendo su propia tela de araña y acabando prendida en ella.
   Para el buscador, el sufrimiento es el recuerdo de estar recorriendo una senda sin senda (como dirían los maestros Zen) donde el anhelo de libertad impera ante los obstáculos que se van presentado. El sufrimiento viene, pero también se va, porque también está sometido a la ley de lo inexorable. El sufrimiento no se desea, pero cuando se presenta no se reacciona con sentimiento de aversión, porque la reacción en sí conlleva más sufrimiento.
   Según el Tantra: ¨El mismo suelo que te hace caer también te ayuda a levantarte¨. La atención mental es muy válida para anticiparnos al sufrimiento y no dejarnos arrastrar por sus corrientes. El estado de alerta nos previene para estar más conscientes y no dejarnos tanto identificar por banales preocupaciones, y así, ir ganando espacio entre nuestro centro de quietud y los torbellinos que se producen en la periferia.
   Volviendo a Buda, declaraba:
   << El dolor es inevitable, el sufrimiento opcional>>.

viernes, 11 de marzo de 2011

Desenmascarando el Ego.

    Según los antiguos sabios, el ego es una etiqueta pegada a ninguna parte. El ego es el proceso de identificación hacia una individualidad separada de lo Uno. Su principio se basa en la autoafirmación de su existencia.
    Todos tenemos un ego, incluso el más -sabio, si no, no respondería al ser llamado. Una cosa es el ego funcional, y otro, el voraz y acaparador. El problema en sí no es el ego, sino la inclinación o apego hacia el mismo. Por apego al ego nos autodefendemos, nos autoengañamos, y nos arrogamos méritos de los que carecemos.
    El ego, como un buen arquitecto, ha ido estructurando su burocracia hasta tal punto que, la esencia del ser acaba estando aprisionada por sus capas de personalidad. Creamos una imagen de nosotros a los demás, y mediante el ego, otra imagen de los demás hacia nosotros. En el armario del ego hay gran variedad de ropajes, todas ellas nos sirven para esconder nuestras debilidades y afianzar las que consideramos genuinas. La imagen del ego debe ser sustentada, por ello, nos empeñamos en tener siempre la razón; si vemos que la perdemos se pondría en duda la existencia oculta egotista.
    El ego dispone de un gran secretario: el pensamiento. Éste, a su servicio, ejecuta sus ordenes de tal manera que el informe que recibimos puede llegar a ser bastante distorsionado de la realidad. Es tal la interferencia que produce, que la realidad directa y penetrativa queda coloreada y etiquetada ante su dictado.
    Buscar el ego es como buscar un fantasma. Se torna escurridizo, se escapa ante nuestra presencia. Se esconde, pero crea un ruido en nosotros que nos atolondra y embauca.
    Apoyarnos en el ego es como querer agarrarnos a algo que consideramos fijo, cuando en sí, todo es transitorio y cambiante. La seguridad que nos da el hecho de creer que nuestra identidad se basa en una realidad sólida y constante, nos aleja a su vez de vislumbrar una impermanencia - que paradójicamente es lo único permanente- que cambia cíclicamente sin excluirnos. Si todo cambia ¿a qué apegarse? i todo es transitorio ¿a qué aferrarnos? Pero el ego se alimenta del conflicto; es su banco de pruebas. El ego observa la transitoriedad en los demás, pero no la suya intrínseca. El ego necesita de lo otro para afirmarse, y de la misma manera que una ola se desidentifica del océano, el ego se separa de la totalidad, ignorando al igual que la ola, que acabará fundiéndose en el mismo océano.
    Nos creamos una imagen de nosotros mismos ante la necesidad de aposentarnos en una idea de un yo permanente. Después viene una identificación que nos separa del resto. A su vez se produce en el ego un sentimiento de amenaza constante. Se ve envuelto en una atmósfera donde todo puede cuestionar su valor, y por ello, reúne todas sus argumentaciones para poder existir. Una vez creado el papel, lo interpretamos con todas sus consecuencias; de hecho hay veces que nos vemos defendiendo opiniones, obligados bajo unas circunstancias que se han dado, pero no desde una consciencia elevada.
    Nos agarramos al estatus, a la personalidad, a un puesto determinado, como si todo ello nos diera cierta seguridad perenne ante los hechos que Buda llamaba incontrovertibles, que son los que tienen su propia dinámica existencial. Ante esos hechos, el ego no tiene nada que hacer, porque por ejemplo, ante la muerte, el ego se aterra, quizás no por el hecho en sí, sino por lo que conlleva, es decir, la perdida de todo lo que cree tener: casa, amigos, familia... Lo que el ego ignora es que, lo que realmente nunca puede perder, es lo que verdaderamente tiene: su propio ser.
    El ego nos hace maquinales; si nos pulsan un botón nos encendemos. Estamos a merced de las influencias tanto externas como internas. A un Buda no le enciendes, le insultas y guarda silencio, pero no es un silencio evasivo a una confrontación directa, sino fruto de una comprensión profunda. Esto no significa que tengamos que dejar que se aprovechen personas con maldad, porque esa también puede ser otra trampa del ego, quizás más sutil.
    El ego es astuto y se puede tornar débil, suspicaz, susceptible... Es como el gran ojo que todo lo ve. Todo le hiere, todo le roza, tan importante se cree, que piensa tener derecho a ofenderse por todo. También está el ego que se sirve del victimismo para sacar partido, consciente o inconscientemente. Tanto cree que ha sufrido que piensa que los demás tienen que estar a su disposición. También está el ego que se esconde bajo sus conocimientos, lo utiliza como tarjeta de presentación y sirve, en muchas ocasiones, para ocultar una fragilidad escondida en una masa de datos.
    Un discípulo fue a casa de un maestro. Llamó a la puerta y el maestro preguntó:
    - ¿Quién eres?
    - Soy yo - respondió el discípulo-.
    - Ve al bosque a meditar durante un año y luego vuelve - insistió el maestro-.
    Al año, como le había indicado el maestro, volvió el discípulo a acudir a casa del maestro y llamó nuevamente a la puerta.
    - ¿Quién eres? - preguntó el maestro-.
    - Soy tú - respondió el discípulo-.
    El maestro abrió la puerta y dirigiéndose al discípulo le dijo:
    - Pasa joven amigo, aquí no había sitio para dos yoes.

    En efecto, a veces no hay sitio para tantos yoes. Por eso hay que debilitarlo e ir enfriando poco a poco sus latencias. El ego debe ser nuestro fiel secretario y hay que aprender a tenerlo como ruido de fondo, no como nuestra banda sonora existencial.
    Para ello, la práctica de la meditación es muy valiosa en cuanto que nos ofrece una visión más panorámica del proceso egotista. En meditación observamos como nuestro ego va de un lado a otro tratando de captar nuestra atención, vemos como se alimenta de nuestra energía cuando nos implicamos en su charloteo constante. Mediante la práctica meditativa nos convertimos en observadores de todos los procesos que se van presentando. Estos, sometidos a la ley de la impermanencia, se ven sujetos a un proceso de surgir y desvanecer, pero con nuestra actitud meditativa no nos arrastra y nos permite seguir en nuestro puesto de testigo. Esta arreacción produce una debilitación en el ego, que hace a su vez que acopiemos energías y que el mismo, en este caso frustrado, se vaya poco a poco disolviendo. A través del ejercitamiento, el ego, pierde en fiabilidad, se vuelve menos impulsivo y su voz pierde en magnitud, dejando paso a otro nivel de consciencia alejado de los patrones de pares de opuestos. El ego se echa a un lado, y solo queda presencia. Una presencia instalada en el momento y en el lugar. Una presencia tan sutil como la dimensión escurridiza del presente.
    Para el buscador de la última realidad, el ego es un gran obstáculo. Durante años ha sido su portavoz y eso le ha dado una fuerza que poco a poco tiene que ir menguando. El buscador intuye una totalidad de la que se ha separado y del que quiere regresar de camino a casa. Buscando la fuente de lo que todo emana, tiene que ir muriendo a cada instante, como los místicos llaman: la muerte iniciática. Al ego, ello le produce un choque adicional y termina por, al igual que un elefante atado a un poste, reclinarse y acallarse.
    El ser, hasta ahora sucumbido por capas de personalidad, emerge insuflando todo cuanto lo envuelve, y rellenando un presente hasta ahora desconocido para nosotros mismos.