viernes, 11 de marzo de 2011

Desenmascarando el Ego.

    Según los antiguos sabios, el ego es una etiqueta pegada a ninguna parte. El ego es el proceso de identificación hacia una individualidad separada de lo Uno. Su principio se basa en la autoafirmación de su existencia.
    Todos tenemos un ego, incluso el más -sabio, si no, no respondería al ser llamado. Una cosa es el ego funcional, y otro, el voraz y acaparador. El problema en sí no es el ego, sino la inclinación o apego hacia el mismo. Por apego al ego nos autodefendemos, nos autoengañamos, y nos arrogamos méritos de los que carecemos.
    El ego, como un buen arquitecto, ha ido estructurando su burocracia hasta tal punto que, la esencia del ser acaba estando aprisionada por sus capas de personalidad. Creamos una imagen de nosotros a los demás, y mediante el ego, otra imagen de los demás hacia nosotros. En el armario del ego hay gran variedad de ropajes, todas ellas nos sirven para esconder nuestras debilidades y afianzar las que consideramos genuinas. La imagen del ego debe ser sustentada, por ello, nos empeñamos en tener siempre la razón; si vemos que la perdemos se pondría en duda la existencia oculta egotista.
    El ego dispone de un gran secretario: el pensamiento. Éste, a su servicio, ejecuta sus ordenes de tal manera que el informe que recibimos puede llegar a ser bastante distorsionado de la realidad. Es tal la interferencia que produce, que la realidad directa y penetrativa queda coloreada y etiquetada ante su dictado.
    Buscar el ego es como buscar un fantasma. Se torna escurridizo, se escapa ante nuestra presencia. Se esconde, pero crea un ruido en nosotros que nos atolondra y embauca.
    Apoyarnos en el ego es como querer agarrarnos a algo que consideramos fijo, cuando en sí, todo es transitorio y cambiante. La seguridad que nos da el hecho de creer que nuestra identidad se basa en una realidad sólida y constante, nos aleja a su vez de vislumbrar una impermanencia - que paradójicamente es lo único permanente- que cambia cíclicamente sin excluirnos. Si todo cambia ¿a qué apegarse? i todo es transitorio ¿a qué aferrarnos? Pero el ego se alimenta del conflicto; es su banco de pruebas. El ego observa la transitoriedad en los demás, pero no la suya intrínseca. El ego necesita de lo otro para afirmarse, y de la misma manera que una ola se desidentifica del océano, el ego se separa de la totalidad, ignorando al igual que la ola, que acabará fundiéndose en el mismo océano.
    Nos creamos una imagen de nosotros mismos ante la necesidad de aposentarnos en una idea de un yo permanente. Después viene una identificación que nos separa del resto. A su vez se produce en el ego un sentimiento de amenaza constante. Se ve envuelto en una atmósfera donde todo puede cuestionar su valor, y por ello, reúne todas sus argumentaciones para poder existir. Una vez creado el papel, lo interpretamos con todas sus consecuencias; de hecho hay veces que nos vemos defendiendo opiniones, obligados bajo unas circunstancias que se han dado, pero no desde una consciencia elevada.
    Nos agarramos al estatus, a la personalidad, a un puesto determinado, como si todo ello nos diera cierta seguridad perenne ante los hechos que Buda llamaba incontrovertibles, que son los que tienen su propia dinámica existencial. Ante esos hechos, el ego no tiene nada que hacer, porque por ejemplo, ante la muerte, el ego se aterra, quizás no por el hecho en sí, sino por lo que conlleva, es decir, la perdida de todo lo que cree tener: casa, amigos, familia... Lo que el ego ignora es que, lo que realmente nunca puede perder, es lo que verdaderamente tiene: su propio ser.
    El ego nos hace maquinales; si nos pulsan un botón nos encendemos. Estamos a merced de las influencias tanto externas como internas. A un Buda no le enciendes, le insultas y guarda silencio, pero no es un silencio evasivo a una confrontación directa, sino fruto de una comprensión profunda. Esto no significa que tengamos que dejar que se aprovechen personas con maldad, porque esa también puede ser otra trampa del ego, quizás más sutil.
    El ego es astuto y se puede tornar débil, suspicaz, susceptible... Es como el gran ojo que todo lo ve. Todo le hiere, todo le roza, tan importante se cree, que piensa tener derecho a ofenderse por todo. También está el ego que se sirve del victimismo para sacar partido, consciente o inconscientemente. Tanto cree que ha sufrido que piensa que los demás tienen que estar a su disposición. También está el ego que se esconde bajo sus conocimientos, lo utiliza como tarjeta de presentación y sirve, en muchas ocasiones, para ocultar una fragilidad escondida en una masa de datos.
    Un discípulo fue a casa de un maestro. Llamó a la puerta y el maestro preguntó:
    - ¿Quién eres?
    - Soy yo - respondió el discípulo-.
    - Ve al bosque a meditar durante un año y luego vuelve - insistió el maestro-.
    Al año, como le había indicado el maestro, volvió el discípulo a acudir a casa del maestro y llamó nuevamente a la puerta.
    - ¿Quién eres? - preguntó el maestro-.
    - Soy tú - respondió el discípulo-.
    El maestro abrió la puerta y dirigiéndose al discípulo le dijo:
    - Pasa joven amigo, aquí no había sitio para dos yoes.

    En efecto, a veces no hay sitio para tantos yoes. Por eso hay que debilitarlo e ir enfriando poco a poco sus latencias. El ego debe ser nuestro fiel secretario y hay que aprender a tenerlo como ruido de fondo, no como nuestra banda sonora existencial.
    Para ello, la práctica de la meditación es muy valiosa en cuanto que nos ofrece una visión más panorámica del proceso egotista. En meditación observamos como nuestro ego va de un lado a otro tratando de captar nuestra atención, vemos como se alimenta de nuestra energía cuando nos implicamos en su charloteo constante. Mediante la práctica meditativa nos convertimos en observadores de todos los procesos que se van presentando. Estos, sometidos a la ley de la impermanencia, se ven sujetos a un proceso de surgir y desvanecer, pero con nuestra actitud meditativa no nos arrastra y nos permite seguir en nuestro puesto de testigo. Esta arreacción produce una debilitación en el ego, que hace a su vez que acopiemos energías y que el mismo, en este caso frustrado, se vaya poco a poco disolviendo. A través del ejercitamiento, el ego, pierde en fiabilidad, se vuelve menos impulsivo y su voz pierde en magnitud, dejando paso a otro nivel de consciencia alejado de los patrones de pares de opuestos. El ego se echa a un lado, y solo queda presencia. Una presencia instalada en el momento y en el lugar. Una presencia tan sutil como la dimensión escurridiza del presente.
    Para el buscador de la última realidad, el ego es un gran obstáculo. Durante años ha sido su portavoz y eso le ha dado una fuerza que poco a poco tiene que ir menguando. El buscador intuye una totalidad de la que se ha separado y del que quiere regresar de camino a casa. Buscando la fuente de lo que todo emana, tiene que ir muriendo a cada instante, como los místicos llaman: la muerte iniciática. Al ego, ello le produce un choque adicional y termina por, al igual que un elefante atado a un poste, reclinarse y acallarse.
    El ser, hasta ahora sucumbido por capas de personalidad, emerge insuflando todo cuanto lo envuelve, y rellenando un presente hasta ahora desconocido para nosotros mismos.

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