miércoles, 1 de octubre de 2014

La ira.

    La ira es un estado emocional destructivo, donde el primer perjudicado es el sujeto en el que brota y se manifiesta.
    La ira surge y obnubila la visión, desencadenando una furia incontenible. Es una emoción negativa, donde sus raíces se esconden en las profundidades de nuestros códigos evolutivos y de nuestra psicología más visceral. El desencadenante puede ser múltiple o aislado, dejando una fuerte impronta, tanto en el estado emocional, como en los actos ejecutados que se puedan producir.
    Es un torbellino que nos va acaparando hasta cegarnos y conseguir poseernos, quedando a merced de pensamientos irracionales o disparatados. El acceso a veces es tan directo que nuestra consciencia no es capaz de captar, ni mucho menos, controlar. Es un arrastre a nuestro lado más conflictivo, hambriento de saciar su malestar.
    Su hermano pequeño es la irascibilidad, donde parece que todo nos molesta, todo nos sobra. Se crea así un panorama de rareza, de rabia a punto de ser desbordada. Si se acrecienta da paso a la ira, donde la energía a su disposición erupciona queriendo expandir su esfera de negatividad. El margen de escapatoria se estrecha, pues el volcán está dentro de nosotros mismos, su lava poco a poco nos va alcanzando. Podremos culpar, podremos señalar, pero es en nuestro interior donde se libera el estado emocional.
    Un hecho externo puede ser el detonante, como algo que nos parezca injusto o donde nos sintamos ofendidos o agredidos, pero no son pocas las veces que la batalla se experimenta en nuestro universo interior, mezclándose las sensaciones con el enredo de imágenes y ensoñaciones. Es ahí donde el recuerdo de lo que nos hicieron, la impotencia de no haber actuado o la impunidad que goza lo que consideramos injusto, suscite una liberación de ira contenida. El desfogue se asocia a una realidad alternativa, donde acometemos los actos o ponemos los medios para reajustar aquello que ha quedado impreso en nosotros como una herida abierta.
    Una vez pasado el vendaval, nos damos cuenta de la transitoriedad de todo el asunto. La ira ha venido, nos ha tomado y se ha marchado. Nos hemos ausentado de nuestro eje, de nuestro quicio, porque la emoción nos ha arrastrado. En ese zarandeo hemos experimentado una parte de nosotros que no es la habitual. Es una voz reivindicativa, un modo de violentarnos que no es nuestro comportamiento ordinario, pero que en su disolución, nos deja una sensación de liberación, de haber expulsado un huésped que nos somete y nos mantenía poseído.
    Si llegamos a la conclusión de que la ira no nos beneficia en absoluto - aunque creamos que descargamos un malestar -, debemos comenzar a investigar sobre la misma para desenmascararla. No hay que confundir carácter o cierto temperamento, respuestas firmes acordes a la situación del momento, como tampoco ser contundentes o salvaguardar nuestros intereses. La ira es un arrebatamiento de nuestra lucidez, nuestro discernimiento y una solapación de nuestra consciencia. Es actuar de una manera desmedida -salvo casos extremos, como por ejemplo, defender nuestra vida- por dejarnos abrazar por nuestro instinto más irracional.
    El ego es uno de los principales asesores, pues su consejo continuo de cómo debemos actuar o tomarnos las cosas, deliberan una acción justificada al pensar, sentir o ejecutar llevados por la ira. Su repercusión en lo que nos encontremos después, una vez pasada la tormenta, puede ser encontrar nuestro plano existencial devastado, pues ya no se puede volver atrás, y cómo hayamos actuado dejará un antes y un después en el propio devenir.
    Por ello, luchar contra la ira puede convertirse en algo más difícil que en tratar de debilitar todo aquello que lo provoca: enfoques erróneos, manera de tomar las situaciones, falta de estima, nula asertividad, condicionantes de cómo deben ser las cosas, irritabilidad continua, y un largo etcétera.
    Una persona iracunda buscará pretextos para salpicar con su ira que se cuece a fuego lento en su interior. Los canales por los que se manifiesta no son sólo violencia física, sino también violencia verbal, ademanes, acoso, bullying, mobbing..., y otros más sutiles como la indiferencia o el silencio excluyente.


    La ira debe estar bajo control, amparado por nuestro grado de consciencia frente a la misma, dejando cierta distancia para que no nos salpique. Es como ver un tornado desde lejos, observar desde un avión el mar enfurecido. La energía de esa manera no se disemina, quedando a buen recaudo para otros fines más constructivos. Esa vehemencia puede quedar resguardada - tampoco reprimida -, para derivarla en otros objetivos, como realizar deportes que requieran de explosividad, o para ser más pro-activos en nuestro día a día.
    En la búsqueda del autoconocimiento, deberemos sortear el escollo de la ira, para que no nos estanque y prosigamos con fluidez. Además, tendremos que profundizar para ver qué lo desencadena, sin obsesionarnos por sus raíces, y sí en cambio, por elevar nuestro umbral de consciencia para que el tigre que nos somete, tan sólo sea un cachorrillo ladrando.