domingo, 26 de febrero de 2012

El valor.

    Vivimos en un mundo donde muchas veces se confunden los términos. Externalizados en aparentar, vemos en nuestras acciones o conocimientos la manera de hacer visible nuestro valor, inmersos en todo momento en un angosto espacio donde poder expresarnos.
    Sujetos a un yo social, tratamos en todo momento de no pasar desapercibidos, y argumentar pues, nuestro posicionamiento en la sociedad. El valor es algo que está muy supeditado a un baremo de quien lo proyecte. Si colocamos un Ferrari en mitad del desierto, su valor quedará reducido a la necesidad que en ese contexto se pueda desarrollar. Si le preguntáramos al desierto, éste nos diría que puede estar sin él, que nunca le necesitó; pero sí en cambio, alguien perdido por las dunas lo encontrara y le salvara, tendría un gran valor. Las cosas intrínsecamente vienen vacías de valor a la espera de que nosotros se lo depositemos. También será nuestra capacidad de valorar lo que termine por adjudicar dicho valor.
    En el campo de las personas, el escaparate social ya habla por nosotros. Sobre él vertimos toda serie de ropajes y vestimentas para agradar en todo momento a quien decida asomarse. Al final, quedamos atrapados sobre el edulcorado que vamos vertiendo y terminándonos por identificar en aquello que creemos que habla por nosotros.
    Mientras que nos perdemos en el escaparate, dejamos de lado el interior de la tienda. Pocos son lo que se asoman a los recovecos internos prendidos por la atracción que despierta el escaparate público. Pocos aún los que deciden dar media vuelta para escudriñar todo aquello que no es visible.
    Ante esa premisa, el campo de la autenticidad queda doblegado, pues los maniquís -como en la vida real- tan solo realizan una pose. Se les cambian los ropajes, el entorno, el decorado, pero por dentro se mantiene una postura de rigidez. La vida pasa ante él sin la menor intención de ajustarse a la dinámica, pues envuelto en una esfera visual hacia los demás, se mantiene seguro y exento.

     Siguiendo la misma similitud, podríamos decir que una persona identificada completamente con su yo social (que no decimos que no se pueda/deba participar en la sociedad, sino su identificación ciega) queda refugiado ante el cristal del escaparate que sería su personalidad. Si alguien quiebra esa personalidad se vería desprotegido hacia el resto, pues por sí mismo no ha obtenido los recursos suficientes para manejarse con una realidad alejada de la personalista.
    Tanto se ha mantenido en su postura ante los que le observaban que se siente incapaz de dar un paso por sí mismo. Entonces toma consciencia de que lo que creía que le protegía era algo fácil de quebrar. Que su entorno que consideraba estático es modificado a la mínima. Que lo que le embellecía ahora no le sirve para salvaguardarle. Se quiere proteger y no sabe cómo. Entonces cae en la cuenta de que algo no ha explorado, intuye que hay una zona que no ha recorrido. Si mira hacia el frente ve más de lo mismo. Entonces gira hacia dentro y ve que más allá del escaparate se esconde algo que también le pertenece. De hecho, de allí provenían los ropajes y las confecciones, pero siempre mirando hacia fuera no captaba esos orígenes.

    Traspasa el escaparate y se asoma hacia una oscuridad que resalta ante la fuerte luz que antes presenciaba, pero era una luz artificial, programada. Mirar hacia dentro despierta curiosidad y dudas, pero también un fuerte temor. Todo tipo de contradicciones y ambivalencias se despiertan en la persona, pero ese tipo de curiosidad despierta movimiento en el maniquí estático. Empieza a saborear cierta libertad, pues de alguna manera comienza a moverse por su propia decisión. Nadie le indica cómo hacerlo, qué pose utilizar para atraer las miradas de los demás. Comprende que eso le agotaba, no era su verdadera naturaleza, aunque tratara constantemente de autocreérselo por su actitud escaparatista.
    Una vez va pasando, la luz que le cegaba no le permite ver lo que la aparente oscuridad guarda. De hecho quiere retroceder y volver a lo que le alumbraba, pero entiende que si retrocede el miedo se irá haciendo más grande. Ahora no hay vuelta atrás. El maniquí comienza a descubrir algo que antes se mantenía solapado. Comienza a sentir y sentirse, percibir y percibirse. Ahora ya no centra toda su atención en la contestación de miradas, ahora lo puede repartir en lo más cercano a sí mismo y empezar a experimentar una naturaleza real lejos de la rigidez que antes le consolidaba.
    Sigue dando pasos hacia dentro, sigue curioseando aquello que mantuvo al margen. Ahora no importa si los demás miran o no; él va directo a un encuentro con una realidad más intima. La oscuridad de la tienda también lleva una gran carga de silencio. Siente que sus ojos descansan de esa luz cegadora y descubre que ese silencio le reporta bienestar e integración. Descansa de una manera total, tampoco tiene el porqué emularlo. Comienza a chocarse con muchos objetos, de hecho le causa un gran dolor. Muchos son repetidos y evitan una aparente avance dentro de la oscuridad, pero cada vez más, sus ojos comienzan a acostumbrarse a dicha luz. Comienza a denotar que, inmerso en la oscuridad, empieza a apreciar distintas figuras estáticas como la que puede ser él. Intuye que son sus reemplazos -sus distintos yoes-, que en latencia se mantienen ocultos. Sigue tropezándose, pero cada vez más se adelanta a los objetos y el golpe no es tan duro. Se acerca a una zona donde se encuentran diferentes telas, distintos tipos de vestidos. Comienza a sentirlos y comprueba que aunque muchos no son de su agrado, se ha sentido en múltiples ocasiones obligado a ponérselos. Siente cierta pena pero lo acepta como algo que en su momento tuvo que ser así.
    Sigue aproximándose más y más hacia el fondo. Ahora no se oye absolutamente nada. De hecho ha perdido la luz que antes le cegaba, ha quedado a lo lejos. Sus ojos cada vez están más habituados y le permite tener cierta referencia de por dónde está andando. El silencio le permite escuchar algo que estaba solapado. El propio latir de su corazón. Su propia respiración. Era algo tan cercano pero que le pasaba completamente inadvertido.
    Ahora se siente integrado. Afincado en sí mismo. Ha profundizado en sus adentros con sus propios pies. El camino estaba hecho, sólo tenía que abrir una puerta y acceder. Enfrentar el temor de lo desconocido y traspasar la oscuridad que le embargaba.

    Ahora es cuestión de buscar un interruptor. Tantea todo lo que puede, y descubre que lo tiene más cerca de lo que pensaba, tan sólo era cuestión de atinar. Lo alcanza y lo enciende, pero de súbito se funde la bombilla. En ese instante ha tenido un destello de ese interior alumbrado. Por un instante ha sido capaz de vislumbrar otro tipo de visión más amplio y reconociendo todos los objetos que coexisten en la habitación.
    Vuelve a estar en la oscuridad, pero al menos tiene cierta esperanza. Ese atisbo le da otro tipo de comprensión y ya al menos sabe que, en cuanto hay luz, no puede haber oscuridad. Es cuestión de seguir rastreando, buscando. A veces confunde las cosas, los términos. Da por real un interruptor que no lo es. A veces queda aturdido porque ha llegado a perder el camino de origen. La angustia y la zozobra asoman, y despavorido no sabe dónde dirigirse. Es momento de parar -se dice a sí mismo-.         Queda inmóvil, pero no es esa quietud ficticia, sino la que permite el sosiego y la claridad -incluso en las sombras-. En ese parar comienza a tomar consciencia, a esclarecer todo lo que le ha llevado ahí. Comienza a buscar, pero ni tan siquiera entre la oscuridad, entre los objetos, sino en él mismo. Se palpa y más que nunca se le acelera el corazón. La respiración se agita y da con aquello que siempre le perteneció pero nunca percibió. Consigue de
uno de sus bolsillos una linterna. Ahora es él quién la enciende. Ahora descubre que había hecho todo ese recorrido con la luz a cuestas, pero también le permite valorar el aprendizaje extraído. Ahora enciende dicha luz y más aún, dirige hacia lo que quiere ver. Es una luz dirigida por la consciencia que le permite detectar los obstáculos en su camino.
    Ahora descubre que todo lo que cubría el manto de la oscuridad queda visible hacia sus ojos, y que es de un gran valor. Un valor que siempre ha estado ahí, a la espera. Ahora ya ha reconocido todo el lugar. Observa a su antojo y decide por dónde transitarlo. Ahora es libre, primero porque se mueve espontáneamente; segundo, porque alumbra intencionadamente. Ya ha comprobado lo que le aguardaba, lo que se mantenía oculto. Ha descubierto que la falta de luz le ha obligado a agotar recursos hasta encontrar su propia luz interior. Ahora puede volver hacia fuera, porque es distinto, porque sabe que en cualquier momento podrá volver a dentro. Porque sabe dónde se oculta otro tipo de realidad.
    Ha tenido que, por momentos, desprenderse de su pose, de su papel.
    Ahora no le importa volver a él, porque en el fondo sabe que es mucho más que eso.


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