martes, 14 de enero de 2014

Cartas desde el Nirvana. 1º Capítulo.

Las velas estaban encendidas. Daniel cogió aire y llenó los
pulmones para, tras una pausa, expulsarlo sobre las mismas.
Sólo una quedó encendida y, para su asombro, parecía que
se avivaba más la pequeña llama. Sin mirar al resto de los presentes,
Daniel repitió la misma secuencia y esta vez consiguió
extinguir la vela que hacía la suma de veinticinco. Todos los
demás comenzaron a aplaudir. La anécdota de la vela se disolvió
entre las felicitaciones que se dirigían hacia Daniel. El chico,
visiblemente emocionado fue devolviendo el gesto a todos los
que le rodeaban, entre ellos su mejor amigo Samuel, su mejor
amiga Cristina y todo un carrusel de familiares que se habían
desplazado a festejar su cumpleaños.
Su madre esperó pacientemente a que los demás le felicitasen.
Cuando llegó su turno, le abrazó como sólo una madre
puede hacerlo y al oído le dijo lo orgullosa que estaba de él. Le
dio un beso en la mejilla y se dirigió a ayudar a la asistenta a
traer bebida para todos los reunidos en el chalet.
Daniel divisó en el fondo del salón, junto a las ventanas, a
su abuelo Matías. Se estaba levantando de la mecedora en la

que habitualmente se situaba frente al cristal, y en la que solía
quedarse un par de horas en un ensimismado silencio. Nadie
sabía qué hacía, ya que de la manera en que se situaba no se
podía apreciar si dormía, pensaba o tan sólo miraba el paisaje
que ofrecía el ventanal. El recuerdo de Daniel sobre su abuelo
siempre fue ese. Todas las tardes después de comer se retiraba
a la mecedora, comenzaba a moverla, pero el balanceo se iba
aflojando cada vez más hasta quedarse inmóvil. Era el único
momento del día que guardaba silencio, y los demás lo agradecían,
ya que el mal humor del anciano se hacía notar allá donde
fuese. Matías andaba como buenamente podía, ya que su artrosis
le impedía cierta movilidad en sus articulaciones. Daniel
esperaba ansiosamente que se dirigiera hacia él, pero como de
costumbre, su abuelo cambió la dirección para ir hacia su habitación.
En ese momento Daniel se interpuso en su camino y
con ironía le pidió un abrazo. Su abuelo se lo dejó dar, pero
con gesto malhumorado siguió su rumbo sin reparar en la presencia
de los invitados. Vestía una bata de cuadros y zapatillas
de estar por casa. Su rostro marcado por las arrugas guardaba
una persona de gran carácter y temperamento.
Daniel corrió el tupido velo de las circunstancias para nuevamente
atender al resto. Sentía la exaltación propia de ese día,
se sentía rodeado de su gente, de su familia, pero nuevamente
se cruzó en su mente la viveza del recuerdo. Un recuerdo enterrado
en su memoria, pero que aquel día volvía a tener presencia.
Miró hacia los muebles del salón y ante el tumulto, se
quedó ensimismado mirando una imagen que nunca vio en la
realidad, excepto hasta la edad de los tres años, y donde la memoria
se evapora en la esfera de lo temporal. Una imagen que
había recreado en miles de ensoñaciones y que proyectaba sin
cesar durante toda su infancia. Una imagen que le recordaba la
ausencia de una persona que jamás había conocido.

La madre de Daniel se percató de la imagen de su hijo mirando
la fotografía de su padre. Se acercó sigilosamente y le
puso la mano en el hombro. El resto de personas seguían bordeando
la mesa de aperitivos, y absortos en sus conversaciones
no se dieron cuenta de la desaparición por ese instante de Daniel.
El chico clavó la mirada en la fotografía y se quedó absorto
en ella. En la imagen aparecía un hombre que rondaba
los treinta y pocos, ojos azules y el cabello rapado. La imagen
reflejaba una sonrisa indescriptible como la misteriosa Gioconda
de Leonardo. Lo que más le llamaba la atención a Daniel
era la túnica de color azafrán que permitía ver la fotografía, ya
que era únicamente el rostro y el cuello lo que se dejaba ver.
Se había acostumbrado a esa imagen, pero esta vez tomaba un
color distinto a otras ocasiones, era como si de alguna manera
le llamase, como si los ojos de su padre le miraran fijamente a
él.
En ese momento, su madre rompió el hechizo del ensimismamiento.
- Daniel, tu padre de alguna manera está aquí, siento su presencia.
La madre de Daniel despedía una sensibilidad única. Su profesión
como profesora de piano le facilitaba la manera de expresar
¨ aquello ¨ que no es posible con la palabra. Dada a
lecturas de poemas, grandes clásicos y todo aquello que conllevara
connotaciones místicas, Gloria disponía de una actitud
contemplativa fuera de lo normal. Expresaba compasión en
palabras y gestos. Era muy dada a la reflexión, y esta vez se sorprendía
de ver a su hijo en ese estado de absorción.
En ese momento se retiró respetando la inmovilidad de Daniel
que seguía petrificado frente a la fotografía. Le venía a la

memoria algo que siempre le había acompañado toda su niñez
e infancia. Daniel creció con la premisa de que sería heredero
de un tesoro por parte de su padre. Se preguntaba: ¨ ¿Qué podría
ser? ¨, ya que en principio tenía todas las necesidades cubiertas
y gozaba de todas las comodidades.
Se preguntaba también cómo no lo había recibido ya, ¿por
qué tanta espera? ¿Se trataría de una broma de mal gusto? ¿Habrían
confabulado para hacerle creer algo incierto?
A lo largo de su adolescencia veía cómo se le agotaba la paciencia
con ese tema, que en cambio su madre trataba de esquivar
y su abuelo, como siempre, negar. Ahora ya no le
impacientaba, tenía otras ambiciones. Acababa de sacarse la carrera
de Derecho y quería trabajar en uno de los mejores bufetes
de abogados. Quería ganar mucho dinero y si el tiempo era
gentil, le obsequiaría con el corazón de Cristina, su gran amiga
y en secreto, su gran amor. Un secreto que no compartía ni
con su mejor amigo Samuel, que aún conociéndole desde el
colegio, nunca se atrevió a confidenciar.
Todo su mundo estaba a sus espaldas. Su madre, su abuelo,
sus amigos… Todo un mundo que se fue configurando en un
clima que se mezclaba con la dulzura de su madre y la sequedad
de su abuelo. Una circunstancia que le obligó a crecer en ausencia
de su padre, extinguiéndose cuando apenas él tenía los
tres años, pero que debido a una buena posición económica y
patrimonial de la familia, se pudo aderezar la añoranza en el
hueco paterno. Daniel era hijo único, al igual que lo fuera su
padre, y aunque no mimado sí fue consentido, dada la naturaleza
de su madre a complacer todas las necesidades de su pequeño.
Ella veía en él la extensión del que fuera su marido, y
su corazón siempre generoso y compasivo, trataba de aliviar la
más mínima molestia en el muchacho. Eso hizo que la visión

de Daniel alguna vez fuera distorsionada, pues dado a tener
cuanto se le antojara, le costaba ver que en muchas ocasiones
no era el centro de atención.
Daniel, aunque miraba la fotografía, ya no la estaba viendo.
Su mente estaba inmersa en especulaciones por la posible herencia
a donar y también se extraviaba en si llegaría a revelar
los sentimientos tan profundos que sentía hacia su mejor
amiga. Un sinfín de pensamientos rondaban en la mente del
protagonista del cumpleaños. Dándose cuenta se giró hacia la
parte del salón donde estaban las demás personas. Se dirigió
hacia ellos y nuevamente quedaba a sus espaldas un aperitivo
de lo que estaba por llegar. Ignorando por completo un curso
de acontecimientos que jamás imaginaría, Daniel volvió a recuperar
la ilusión por celebrar sus veinticinco años rodeado de
sus más queridos. Atrás quedaba a lo lejos la imagen de su
padre representada en una fotografía. El tiempo había pasado
desde hacía años atrás, y aún siendo la misma imagen, cada vez
despertaba distintos sentimientos en él. Ajeno a los minutos
anteriores, quería que su fiesta fuera inolvidable para todos los
presentes.
Trataba de hacerse notar frente a Cristina, pero ella no le
devolvía ninguna insinuación excepto la puramente amistosa.
Daniel no cejaría en el empeño, pero ese día era para repartir
su atención entre los demás.
Samuel, su mejor amigo y confidente, le acercaba un refresco
mientras comentaba la actuación de su abuelo.
- Tu abuelo, como siempre, esquivando todo acontecimiento.
- Sí, Samu, ya sabes como es él, ahora estará encerrado en
su habitación deseando que la casa vuelva a quedarse vacía.
Llegó el momento de los regalos, y cada familiar le fue entregando
el suyo. Daniel, que no acostumbraba a necesitar ob-

jetos materiales, fue recibiendo todo tipo de ropa de marca,
perfumes, lo último en accesorios para móviles y todo un arsenal
de material para su disfrute. Algo dentro de él no le permitía
valorar ni disfrutar aquel recibimiento de objetos, pues
hastiado de ver completados sus deseos, ahora no había capacidad
de asombro para recibir aquellos regalos. Cristina le obsequió
con un CD de su grupo musical favorito, y quizás fue
el momento en el que más rápido le latió el corazón. Le temblaba
la voz al darle las gracias, y Cristina percatándose, se fue
retirando poco a poco. Samuel le entregó un reloj de bajo coste,
ya que el chico no disponía de comodidades económicas. Daniel
lo recibió pensando que no se lo pondría nunca, pero no
obstante se obligaba a valorar el esfuerzo de su amigo.
Todos los familiares se deleitaban del momento, veían a un
muchacho que lo tenía todo para comerse el mundo, y eso era
lo que más le repetían. Su madre, Gloria, prefería no entrar en
esos coloquios, pues su principal preocupación era que su hijo
estuviera bien en todo momento. Daniel sentía que su ego engordaba
con esos comentarios, pues su principal motivación
era ser competitivo y emprendedor, y además poder satisfacer
las expectativas que le depositaban en él sus familiares. En ese
instante se recluyó en ellos para exponer sus diferentes objetivos
en vida, dejando atrás a Samuel y a Cristina, que se vieron
en la obligación de comenzar una conversación dada las circunstancias.
Gloria, observando aquel detalle inconsciente de
su hijo, se sumó a la conversación con los chavales.
Daniel volvía a estar absorto, pero ahora en temas de alcanzar
el mayor éxito posible costase lo que costase. Nada dejaría
al azar, trataría de sacrificar todo cuanto pudiese, y los
familiares que le escuchaban, gozando de status cada uno de
ellos en diferentes empresas, apoyaban al muchacho con ánimos
renovados.
Una vez pasó la exaltación, Daniel observó como sus dos
amigos junto a su madre se divertían entre risas. Se acercó a
ellos y dirigiéndose a su madre le dijo:
- Mamá, por favor, no les aburras con tus historias.
- Para nada Dani –dijo Samuel-, estamos encantados como
siempre de escucharla.
Ahora eran ellos los que estaban concentrados en la conversación,
y Daniel sintiéndose destronado se dirigió a la cocina.
Allí se encontraba la asistenta. Graciela, que llevaba de
interna dos años, estaba superando el tiempo record, ya que
debido al carácter de Matías, las personas que anteriormente
asistieron en la casa, decidían marcharse sin completar un ciclo
de más de ese tiempo. Dos años era un margen de tiempo
donde la paciencia se ponía a prueba, y Graciela parecía estar
dispuesta a superarlo. Daniel tuvo el impulso de ayudarla a servir
los cafés, pero reaccionó y dijo para sí mismo que el día de
su cumpleaños era para ser el centro de atención. Vaciló por la
cocina y abrió la nevera para disimular. Graciela le observaba,
pero atendía su trabajo de tal manera que no permitía ninguna
distracción. Daniel salió de nuevo al salón y observó distintos
grupos que se fueron formando y cada uno inmerso en su diálogo.
Samuel, Cristina y su madre seguían intercambiando impresiones
y esta vez Daniel trató de acercarse a ellos. Escuchaba
a su madre contar anécdotas de su profesión como maestra de
piano a domicilio. Samuel y Cristina atendían embelesados a
Gloria, que con su voz pausada y tranquila, narraba los pormenores
a los que se enfrentaba en su transmisión de conocimientos
que impartía en sus clases. Al igual que al piano, Gloria
transmitía armonía y engatusaba a aquellos presentes que quedaban
prendados al oírla. Daniel no terminaba de conectar con

todo aquello, pasándole inadvertido todo lo que no tuviera que
ver con el aplacamiento de ambiciones. Menos entendía que
sus mejores amigos prestaran tanta atención a algo que para él,
carecía de fundamento.
Nicolás se acercó al muchacho. Era tío por parte de su
madre. Cogiéndole del hombro le dijo:
- ¡Ya estás hecho todo un hombre!
- ¡Gracias tío! – respondió Daniel.
- Ahora tienes que reflexionar mucho sobre tu futuro. Tienes
por delante un camino que debes aprovechar, tienes que
aplicarte bien y no dejar descuidadas tus ganas de comerte el
mundo.
- Tío Nicolás, pienso dejar nuestro apellido en lo más alto.
- ¡Así me gusta mi chico! Todos estaremos orgullosos de ti.
En ese momento irrumpió Gloria y dirigiéndose a su hermano
le dijo:
- Su padre estaría orgulloso de él, pero no hace falta que se
coma a nadie, ni tan siquiera que muerda el mundo.
- Es sólo una forma de hablar, hermanita.
Gloria temía que su hermano influyera en su hijo. Nicolás
era dueño de una empresa de cosmetología y dada su naturaleza
siempre había dado preferencia a sus objetivos que a la relación
con los demás, llegando a una edad adulta rodeado de
soledad, falta de amigos y sin ningún confidente donde reposar
sus inquietudes. No llegó a durarle ninguna novia y él se acabó
acostumbrando a la soltería. Daniel era para él como un hijo,
pero pretendía que siguiera sus mismos pasos. Su sobrino le
admiraba, pero tampoco le terminaba de completar como hubiera
hecho un padre.

Gloria pudo retirar a su hijo del alcance de su tío. Mirando
con ternura a Daniel le dijo:
- Hoy es un día especial, no va a haber ningún día que vuelvas
a cumplir esta edad, no pienses en el futuro separando los
pies de este momento, porque quizás tengas ahora más riquezas
de las que puedas alcanzar.
Daniel se quedó pensativo, pues tan sólo veía una reprimenda
por planificar tanto su futuro y casi convertirlo en monotema.
Lo que no exprimía era la carga de razón que
escondían las palabras, pues sus deseos ambiciosos fulminaban
cualquier posibilidad de entendimiento.
La tarde se fue evaporando hasta entrar la noche. Poco a
poco los invitados fueron marchándose, y Graciela disponía de
espacio para ir recogiendo y que no se le acumulase a última
hora todo el trabajo. Una vez quedaron Samuel y Cristina, Gloria
interpretó una canción al piano. La atmósfera se enriqueció
de una armonía musical que despertó la rabia de Daniel y propició
que saliera al jardín, dejando de nuevo a sus dos amigos
admirando la calidez de su madre. Daniel sentía el frío otoñal
en su rostro, sabía que no iba a durar mucho afuera, sólo lo suficiente
para llamar la atención. Samuel fue en su busca, algo
con lo que Daniel estaba familiarizado.
- ¿Qué te pasa, Dani? ¿Siempre huyes cuando suena el
piano?
- Me aburro enormemente con estas cosas, a lo mejor no sé
apreciarlo, ¿qué sé yo?
- Creo que tu madre toca de maravilla, lo que pasa es que
estás acostumbrado.
- Pues debo de estar acostumbrado a todo, porque todo me
aburre cada vez más.
Se produjo un silencio que fue roto por los aplausos que
Cristina dio a Gloria. Daniel hacía gesto con la cara como de
no querer creérselo, como de vergüenza ajena. Samuel se reía
del asunto y decidió meterse de nuevo en la casa.
Transcurrió un tiempo hasta que se despidieron los dos invitados
que quedaban. Graciela con su imparable actividad ya
casi había terminado de limpiar. El silencio volvió a impregnar
la atmósfera del hogar. Gloria de alguna manera lo agradecía,
ya que no era muy dada a este tipo de reuniones, pero esta vez
la ocasión lo requería. Su hijo acababa de cumplir una edad
muy importante que en ese momento sólo ella entendía por
qué. Había alcanzado una edad donde se le iban a revelar muchos
secretos a través de una comunicación que reposaba en
lo intemporal. Daniel, ajeno a este conocimiento, se retiraba a
su habitación donde trataría de aplacar su insatisfacción, de la
que no era consciente, entreteniéndose en Internet. Gloria miraba
la fotografía del que fue su marido. Aún después de veintidós
años, le costaba asimilar su ausencia. Ahora sentía que
había llegado el momento de cumplir su promesa. Una promesa
que Julián había depositado en sus manos antes de fallecer.
Gloria había esperado estos veintidós años para respetar las
connotaciones de la promesa y ajustarla a los deseos expresos
de su marido. Pacientemente observaba los rumores que aderezaba
lo que le esperaba a Daniel. Ella trataba de cambiar de
tema o de ignorarlo, sobre todo estando presente su hijo. No
quería que se desvirtuara el enigma que estaba a punto de revelarse.
Habían pasado muchos años desde la muerte de Julián,
fue todo un terremoto emocional perderle tan joven y a los tres
años de edad de su único hijo. Ahora aquel hijo sería el heredero
de un tesoro que pocos sabrían valorar.






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