sábado, 1 de junio de 2013

El sentimiento de urgencia.

    Todos de alguna u otra manera nos hemos sentido empujados por ese sentimiento afanoso de urgencia. El impulso cobra fuerza en nosotros y nos arrastra inexorablemente a ningún lado. Es éste un irrefrenable anhelo de movilizarnos pero bajo la sombra de la pulsión y no de la ejecución consciente.



    El sentimiento de urgencia viene aromatizado por el frenetismo interior, la compulsión desorbitada y la necesidad de dejarnos atrapar en la red de nuestras voliciones. El sentimiento de urgencia no debe ser confundido con el propósito noble, pues éste está supeditado y regido por afanes constructivos y encauzados, lejos de la diseminación de las energías disparadas.

    El sentimiento de urgencia está ensombrecido por un querer abarcarlo todo y un querer llegar a ninguna parte. Es un frenetismo, un momento culmen de querer desplazarnos, quizás maquillando una huida, pero sin la menor capacidad de planificación. Todo ello es fruto de huecos interiores, de un vacío que nos inquieta y que no nos permite mantenernos anclados en nuestro eje. El ansia juega un papel indiscutible, pues al no ser saciada, deposita después la fragancia de la insatisfacción, la amarga frustración y el ánimo derrotista, y de ese modo la persona siente más que nunca su propia soledad interior.

    Todos esos vacíos interiores o falta de integración en nosotros mismos propician un sentimiento de rechazo absoluto a la simplicidad del momento, no siendo suficiente para ajustarnos al mismo y friccionando con la humilde instantaniedad del instante. Es una energía que se dispara pero de manera centrifuga y dispersa. Cualquier lugar parece ser la meta, pero al fin y al cabo al arrastrar esa deficiente capacidad de disfrutar el momento, ningún sitio parece el idóneo.

    En el momento de la compulsión desmedida deberíamos hacer un alto introspectivo, una parada en el andén de nuestro yo. Desde ahí, aplicar cierto sosiego, cierto remanso. Poner los medios para permitir dejar que aparezca la claridad en nuestra visión y proceder a que emerja un equilibrio que se mantiene dentro, pero del que no intuimos ni siquiera su procedencia. Para ello debemos preparar nuestro terreno emocional, y así en la medida de lo posible fortificar nuestros deseos para no dejarlos alcanzar por el impulso visceral que reluce del transfondo de nuestra volición.

    Este sentimiento se puede dar en muchas facetas. Desde la amistad, en la que de repente nos dejamos llevar por un sentimiento de apego al comienzo, la obtención consecutiva de resultados, la excesiva necesidad de sentirnos seguros, y un largo etcétera. La urgencia desmedida diluye energías, pierde la capacidad de discriminar nuestros intereses más vitales y nos zarandea en la dimensión de la probabilidad. Nada más nos aleja tanto como el desertizante anhelo desmesurado que tanto puede llegarnos a invadir.

     En la senda de la autorrealización, este impulso de querer automejorar también se puede convertir en febril. El buscador se pierde en querer anticiparse a la naturaleza del tiempo, extraer cuanto antes lo que busca, y no dejar que el curso normal de los acontecimientos revelen las cosas por sí mismas. En las sendas que nos propongamos, como en el núcleo de la vida misma, debemos redireccionar constantemente los irrefrenables impulsos para alquimizarlos en constructivos senderos que nos lleven más acompasádamente a los fines propuestos.

    Sin calma no hay capacidad de disfrute consciente. Sin sosiego no existe la posibilidad de ver un reflejo sin que esté distorsionado. El poder interior comienza cuando uno es capaz de sujetarse a sí mismo, con la capacidad a su vez de disfrutar sin querer multiplicar el disfrute en sí. Desde esa ubicación lejos del afanismo, la movilización es más unidireccional y permite un transito más firme y seguro a los objetivos emprendidos.

    La urgencia sin sentido debe quedar a un lado. Se debe desplegar la acción sin agitación y aprender a movilizarnos sin perder nuestro punto de quietud.


















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