La susceptibilidad nace de un sistema propio de creencias de cómo deben hacernos sentir los demás. Es origen de animadversión, odio y rencor. Hace de cualquier situación una amenaza directa, un desamparo que nos hace sentir desprotegidos de los demás, un blanco fácil que nos convierte en diana.
El susceptible desconfía sin cesar, ve donde otros no llegan, interpreta lo que nadie ha traducido. Es su obsesión por encontrar ¨pistas¨ que atenten contra él lo que le lleva a versionar las circunstancias hasta ajustarlas a sus temores infundados. La susceptibilidad atrinchera el alma de la persona, desgasta sus energías en racionalizar cada situación, bloquea todas sus relaciones y retroalimenta su necesidad de sentirse considerado. Para él todo confabula en contra suya, todas las piezas encajan sin estar nunca a su favor y jamás nadie le tiene en cuenta como él quisiera.
La susceptibilidad hace que la persona enfrente el mundo como si ya hubiera realizado un pacto predeterminado sin haberle preguntado; actúa como si ya se sintiera excluido de antemano. Debido a ella -la susceptibilidad-, se logra malinterpretar cualquier frase, cualquier tono, cualquier gesto o mirada, distorsionando todo canal de comunicación. Se establece una ¨alerta máxima¨ que nunca baja la guardia. Entonces el sujeto susceptible intenta proteger lo que no es visible pero que parece que todo el mundo desea atentar.

Los acontecimientos por llegar son un desafío, cualquier encuentro se vuelve una posibilidad de aunar críticas destructivas hacia su persona, e incluso cuando no hay amenaza aparente, rastrea cualquier señal para convertirlo en hallazgo reiterativo. La persona suspicaz convierte todo su ser en un radar, la susceptibilidad se vuelve un revestimiento y su actitud siempre a la defensiva, invade su espacio emocional y boicotea cualquier intento de interactuación.
Detrás de toda esa configuración se encuentra un orgullo siempre herido, inmaduro, y falto de ajustarse a una realidad inmediata. El ego acaparador quiere sentirse tomado en cuenta, considerado y valorado. Es la suya una conquista por agradar, por hacerse un hueco en la empatía de los demás. No existe mayor sentido que el de alimentar esa idea de ¨imprescindible¨, pero por otra parte, la sensación de no estar a la altura desvela una inseguridad que lo trunca por completo.
El exceso de susceptibilidad acaba por espantar a todo aquel que no siga sus dictados proyectados, y termina por cansar al que tiene a su alrededor. El susceptible va forjándose en una pequeña isla personal de la que no permite acceso a nadie pero en la que todos deben estar.

Para vencer dicha susceptibilidad, se debe proceder a una autoobservación muy rigurosa donde se ponga en tela de juicio cualquier apreciación que se considere atenuante hacia nosotros. El dardo emocional no podemos remacharlo con nuestra reacción desorbitada fruto de un condicionamiento así. Se pueden realizar altos introspectivos donde nuestro estado de alerta verifique si realmente hay indicios de sentirse atacado. La mayoría de las veces el propio miedo hace que la consciencia se atrinchere creando rareza en el ambiente. Utilizar un pensamiento racional también sirve de ayuda, y sobre todo, la capacidad de aceptar a los demás tal y como son, eliminando ese principal protagonismo que se arroga nuestro ego en cada función a la hora de actuar.
Soltemos las armaduras que creemos que nos protegen y en realidad nos asfixian y oprimen. Eliminemos la fortaleza interior en la que creemos estar resguardados y salgamos al mundo abrazando cada situación, protegiéndonos si hace falta, pero relajados y receptivos. Un desarrollo integral no puede verse mancillado por un estado emocional susceptible, pues al final es una herida abierta que todo le va rozando.
