El placer es momentáneo, tiene su propia durabilidad. Consigue en el sujeto determinar sus acciones en pos de una nueva dosis, alcanzando con ello un clímax que lo saca por momentos de su realidad ordinaria.
El fenómeno del placer ofrece curiosidades: nos satisface, pero queremos más; buscamos su disfrute, pero una vez llega a veces no tenemos la capacidad para hacerlo plenamente. Es algo que cuando llega vemos cómo se nos escurre de nuestras manos y estamos más en lo que se escapa que en lo que tenemos. Se produce un fuerte apego, una neurosis por eternizar algo que tiende a diluirse como un fenómeno transitorio más.
Por placer la persona puede estar fuera de sí, forzar los medios para llegar a él, e incluso darse la espalda a sí mismo con tal de saciar su sed. La adicción puede condicionar, dirigir el rumbo y verse truncado una y otra vez, pues el placer puede ir acompañado del dolor y viceversa. Una vez el placer se consuma, la atmósfera puede rellenarse nuevamente de insatisfacción. Entonces se despierta un ansia, un rechazo a cualquier otro estado interior que no sea el placentero. La manera en que se quiere poseer el placer convierte a la persona en poseída.
¿Qué nos empuja a un placer compulsivo?
Es tal su seducción que nos hipnotiza por completo. Vemos en el placer la huida del dolor, la contrariedad del sufrimiento. Queremos situarnos en un placer contrapuesto y equidistante hacia el rechazo de lo que no nos gusta. Cuando se torna pulsión, el placer es un cebo. Nunca se sacia y somete al individuo. Acaba por ser de todo menos satisfactorio. Se vuelve una brecha por la cual escapar del momento, una puerta escondida hacia un paraíso del que somos rechazados y empujados de vuelta cuando ya lo hemos consumido.
Tanto huimos de algo que al final se puede tornar placentero. El dolor puede convertirse en placer. Así cambia la perspectiva, el enfoque, se extrae un jugo de lo que parecía imposible. Entonces una penitencia, en el fondo, puede ser disfrutable. Nace el masoquismo. También ver el dolor en los demás puede ser motivo de placer; nace el sádico.
El placer, lejos de ser un momento de peso específico, se convierte en un embaucador. Nos saca de un eje y su búsqueda nos distancia de una serenidad ganada. Es la píldora hacia el escapismo sin movernos del lugar. Nos promete algo perdurable cuando en realidad no podemos agarrarlo con las manos.
¿Debemos dar la espalda al placer?
No, pero sí experimentarlo con consciencia, observando el proceso fenoménico, cómo surge, cómo se desvanece. Sabiendo soltar para no ser un esclavo y para que no sólo vibremos con el goce, sino que aprendamos a deleitarnos con el gozo, que a diferencia de un placer que proviene de fuera, éste emerge de dentro. Entonces la relación con el placer no es conflictiva. No genera culpas. Es una dimensión a la que podemos acceder anclados en nosotros mismos. Es una dimensión de la que podemos salir sin el impulso de mirar atrás temiendo el no haberlo amortizado.
Evitar el placer sólo engorda el deseo de culminarlo. Reprimir un anhelo placentero es querer tapar la boca de un volcán. Por eso la relación con el placer debe estar impregnada de desprendimiento, consciencia y desapego. De este modo la red que obnubila la visión no nos termina por atrapar y en ningún momento nos aprisiona encadenándonos sin poder escapar.
Hay placeres nobles que debemos potenciar. El placer de disfrutar un pequeño momento, un rato de tranquilidad, una lectura que nos deleita. Hay placeres que nos completan sin la necesidad de forzar su duración: una taza de té, oler la fragancia de una rosa, una caricia... Por eso también se requiere capacidad de disfrute frente al placer sin volverlo ávido ni ansiógeno. A menor necesidad de placer, más placentero se vuelve cualquier nimiedad, convirtiendo lo más trivial en extraordinario.
Gracias como que hubiera sido escrita para mi.
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